01/05/2020
SIGUIENDO AL NAZARENO 2
De esta manera entraban Santiago y Juan en la senda del apostolado; una manera extraña, impremeditada, divina. Así debía ser el verdadero discípulo de Cristo, dócil, vacío de sí mismo, simple, recto de corazón, dispuesto a la obediencia y al sacrificio . Estan son las virtudes heroicas que elSeñor encontró en aquellos rudos pescadores. Al oír la invitación, no miraron atrás ni vacilaron. No era mucho lo que dejaban, puesto que su capital consistía casi exclusivamente en la barca y las redes, pero aquello poco era todo para ellos; y al sacrificarlo, se entregaban como dóciles instrumentos en las manos De Dios. Ellos fueron los primeros en comprender la dura sentencia del Maestro: “El que dejare padre, madre, mujer, hijos y hacienda por seguirme, recibirá aquí el ciento por uno y después la vida eterna”.
Pero también los padres tenían parte en aquella bendición, cuando se prestaban generosos al llamamiento divino. Era el caso del Zebedeo y de Salomé. La noche que siguió a la desaparición de los dos muchachos los dos viejos no sabían que hacer.
-¿Dónde has dejado los chicos?- preguntó ella al ver que entraba solo el marido.
-Se fueron con Jesús de Nazaret- respondió él secamente.
Y por entonces no dijo más. Salomé lloró a escondidas, pero no sin que lo advirtiese su marido.
-No te preocupes, boba- le dijo el disimulando su tristeza-El profeta se los ha lllevado porque necesita de ellos para establecer el reino de Dios que predica; ten un poco de paciencia y lograrás verlos convertidos en altos personajes de este reino.
-De alguna manera ha de premiar el sacrificio que han hecho- observó Salomé resignada.
-Además- prosiguió el marido-, ellos continuan cerca de aquí; el Profeta ha puesto casa en Cafarnaún, y tendremos ocasión de verlos con frecuencia. Entre tanto yo y lo criados nos bastaremos para seguir con el oficio…..
El Zebedeo tenía razón. Por algún tiempo Jesús continuaría evangelizando aquellas riberas del lago, donde acababa de encontrar sus primeros discípulos. Corozain, Bethsaida y Cafarnaún serían el objeto de sus primeras predicaciones y el teatro de sus milagros mas estupendos. Más tarde podríais lanzar sobre ellas el apóstrofe famoso: “¡Ay de ti, Corozaín!¡Ay de ti, Bethsaida! Que si en Tiro y en Sidon se hubieran hecho los prodigios que se han obrado en vosotros, tiempo ha que hubieran hecho penitencia, en el cilicio y la ceniza. ¡Ay de ti, Cafarnaún, que pensaste subir hasta el cielo y serás abatida hasta el infierno!...” El anatema se cumplió inexorablemente. Las villas alegres, confiadas y opulentas son hoy negras ruinas, paisajes de desierto, donde crecen los cardos gigantes y habita el lagarto de color de hierro; montones de escombros y de piedras.En la patria De Santiago solo algunos desmantelados y cubiertos de vegetación amarilla, que despide acres olores.
Pero ahora estamos todavía en el alba gozosa de la Buena Nueva. Jesús recorre aquellas playas, hablando con los pescadores y anunciando sus bienaventuranzas. A los pocos días de haberse marchado a sus hijos, el Zebedeo le vió venir a lo largo del lago, envuelto en el azul de la tarde. ¡Y sus hijos, sus hijos venían junto a Él! Venían sonrientes, rojos por el movimiento del camino, rebosantes de alegría ¡Son felices!, dijo en su corazón el pescador, mientras caía sobre él el saludo del Maestro:
-¡La paz sobre ti!
Y allí al lado estaban las dos lanchas, las lanchas de los peligros y de las alegrías, de las grandes redadas y de las charlas amistosas.A su vista, Simón advirtió que el mar seguía llamándole, y mientras el Rabbi se alejaba con el Zebedeo en dirección a la villa, él, con sus antiguos compañeros, condiscípulos suyos ahora en la escuela del Mesías, con Andrés,Juan y Santiago, se internó en el mar. ¡Que alegría verse envueltos otra vez en las húmedas brisas del lago, bajo el manto de la noche brillante y serena, acariciando como antes, los grandes barbos y los solos exquisitos, que presentarían al día siguiente a la mesa del Maestro, como demostración de su cariño y habilidad!.
Pero la suerte les fué completamente adversa; no recordaban, otra noche como aquella. Cien veces lanzaron las redes a derechas y a izquierdas; guiaron los botes hasta el interior del lago, probaron fortuna en los lugares donde antiguamente habían hecho las mejores presas; aguardaron hasta el momento del amanecer, que es cuando los peces se dejan coger más fácilmente; pero todo fue inútil. Al salir el sol los dos botes entraban en el puerto con los estos vacíos. Los pescadores venían desalentados, humillados, rendidos de cansancio. ¡Que iba a decir el Maestro! Pero el Maestro estaba allí en la orilla, para consolarles. Una gran multitud le rodeaba, ávida de su doctrina, pero sus ojos estaban fijos en aquellos pobres muchachos, que se habían pasado toda la noche desvelados por un trabajo amoroso, pero inútil. El mismo subió a una de las barcas, y desde ella habló a las sencillas gentes apiñadas en la orilla. Después, dirigiéndose a sus discípulos, les dijo:
-Entrad en alta mar y echad las redes.
Era absurdo, porque el calor empezaba a ser sofocante y las mejores horas habían pasado en pruebas infructuosas.
-Maestro- dijo Simón-, toda la noche hemos trabajado sin poder coger nada; pero en tu palabra, lanzaré la red. Los dos botes se hicieron mar adentro, y antes que nadie Simon lanzó su red con la misma agilidad que si empezara entonces la jornada, y después de haberla arrastrado un momento por las aguas, intentó sacarla. Pero no le fue posible; las mallas se rompían. Creyó al principio que las cuerdas se habían enredado en alguna piedra del fondo, pero pronto advirtió que se trataba de una pesca prodigiosa, como no la había visto semejante en todos sus años de pescador.
-¡Pronto, pronto!- gritó a los de la otra barca, haciendo tales gestos que parecía como fuera de sí.
Juan y Santiago se acercaron a el, y desde su barca empezaron a tirar de la red y a aligerarla de su peso. Los peces se amontonaban en los botes, y los montones crecían, crecían, crecían tanto que los botes ya no podían con ellos y pudo temerse que iban a zozobrar. No, desde que el lago era lago y le cruzaron las lanchas de los pescadores jamas se había cogido tal cantidad de peces. Aquello era un prodigio, un prodigio que no se había visto jamás. Y los discípulos, Simón y Andrés, Juan y Santiago, miraban aterrados al Señor por el poder de su palabra y aturdidos por lo que acaba de pasar. “¡Que somos nosotros, se decían, para estar en una misma barca con el Enviado de Dios!” Pero Jesús los tranquilizó diciendo: “No temáis; nuevamente os digo que en adelante series pescadores de hombres”. Que era como decirles: Este suceso no es más que la figura del maravilloso poder con que habéis de sacar infinito número de almas de entre el oleaje mortífero de este mundo.