25/04/2018
Taha Hussein / Husayn (Magaga, Minya 1889 – El Cairo 1973)
Escritor egipcio
Un ciego que enseña el camino sin dejar de luchar contra el oscurantismo: así podría resumirse en pocas palabras la vida ejemplar de Taha Hussein, inseparable de su obra.
Nada parecía predestinar a este hijo de empleado de una azucarera a convertirse en uno de los más importantes intelectuales del Egipto moderno. Nacido en el campo, en el seno de una familia humilde con trece hijos, a trescientos kilómetros al sur de El Cairo, perdió la vista a los dos años de edad, antes incluso de poder ir al kouttab (el colegio del pueblo), probablemente por culpa de un barbero que le aplicó un líquido hirviendo con el fin de curarle una oftalmía.
A los nueve años, el joven Hussein era capaz de recitar todas las suras del Corán. Gracias a los sonidos y a los olores, y recurriendo también al tacto, se hizo un mapa mental del paisaje que le rodeaba. El niño ciego descubrió así el canal, los cañaverales, se hizo amigo de los conejos... Por la noche, mientras todos dormían, él permanecía despierto, tal como lo relataría con posterioridad, en tercera persona, en Los Días (Al-Ayyam):
“Podía escuchar entonces a los gallos responderse unos a otros y cacarear a las gallinas, ingeniándoselas para distinguir entre las diversas voces. Unos eran por fortuna los gritos de los gallos, pero otros no podían ser más que los de unos affarites (demonios) que habían adoptado forma de gallo y que los imitaban para divertirse o para hacerlos caer en sus trampas. De éstos ap***s se preocupaba el niño, porque podía oirlos a lo lejos. Pero otros ruidos sí que le preocupaban, identificándolos a duras p***s y acongojado. De los rincones de su habitación le llegaba cierto rumor de voces bajas y ahogadas, como si se tratara del borboteo de una marmita hirviendo encima del fuego, otras veces el sonido de objetos que se desplazaban y, también, chasquidos como de leños o de maderas que se partieran (…) De este modo, la noche transcurría entre el miedo y la turbación, hasta que por fin era vencido por el sueño. Pero no por mucho tiempo. El niño se despertaba muy temprano de mañana, podría decirse incluso que bastante antes del amanecer. Se había pasado buena parte de la noche asustado, aterrorizado, espantado por los affarites. Cuando por último llegaban a sus oidos las voces de las mujeres que, una vez llenadas sus tinajas en el canal, regresaban al hogar cantando “Alá, oh noche de Alá”, sabía que el alba había llegado y que los demonios habían descendido a sus profundas moradas subterráneas.”
Con trece años fue enviado a estudiar a la universidad religiosa de Al-Azhar, en El Cairo. Para él todo esto suponía una novedad y, al principio, fue un motivo de terrible confusión. Su ceguera le hacía sentirse constantemente asediado por los obstáculos ciudadanos, y las clases eran para él un verdadero tormento, y ap***s les sacaba partido. Tuvo algunos enfrentamientos con sus profesores, que le acusaban de impiedad. La creación de la Universidad Laica de El Cairo, en la cual se inscribió al mismo tiempo en 1908, supuso en esa situación un soplo de aire fresco y el comienzo de una nueva vida.
Taha Hussein estudió la obra de cierto poeta sirio del siglo XI, Abu Al-Alaa Al-Maari, ciego también y desencantado como él, con el cual se sentía identificado. Su tesis doctoral -la primera presentada sobre ese tema en Egipto- le valdría una beca para estudiar en Francia.
El muchacho del kouttab pasaría un año en Montpellier, para después instalarse en París, por los días en que comenzaba la Primera Guerra Mundial. Tuvo que obtener un equivalente del bachillerato francés antes de licenciarse en filología clásica, latín y griego. Su tesis doctoral, presentada en la Sorbona bajo la dirección de Émile Durkheim, estaba dedicada a la filosofía social de Ibn Jaldún. En 1918 se casó con Suzanne Bresseau, su lectora de francés, prima de Michel Tournier, que se fue con él a El Cairo al año siguiente y que le acompañó hasta su muerte.
El oscurantismo no se encuentra siempre donde uno espera encontrarlo: la joven casada sería acogida con tolerancia y simpatía en el Alto Egipto por los padres de su marido. Éste enseñó historia de Grecia y después literatura árabe en la Universidad de El Cairo, y se convirtió enseguida en decano de la facultad de letras. En 1926 su estudio sobre la poesía preislámica supuso un verdadero vendaval: al demostrar que la mayor parte de estos textos transmitidos por la tradición oral resultaban de dudosa autenticidad ¿no se arriesgaba a que se pensase que quizás estaba cuestionando de manera similar los textos religiosos? Se le reprochó que lo que había hecho suponía una especie de profanación del Corán. Se le persiguió entonces por hereje, pero él se defendió con astucia y tenacidad hasta lograr imponer su punto de vista, aunque ésta no iba a ser sino la primera de una larga serie de campañas emprendidas en su contra.
A los ensayos de carácter histórico, sociológico, teológico o pedagógico de Taha Hussein cabe añadir numerosas novelas, como Adib y El Árbol de la Miseria. Pero su obra más célebre -y sin duda la más emotiva- es su autobiografía, Al-Ayyam, traducida al francés con el título de Le Livre des Jours, con prefacio de André Gide. Ningún otro árabe se había abierto con anterioridad hasta ese punto a sus lectores, ni había llevado tan lejos su introspección.
Taha Hussein tradujo al árabe a Voltaire, Sófocles y Racine. Los textos que dictaba a sus dos secretarios coptos, los hermanos Tewfik y Farid Chehata, se caracterizan por sus innovaciones estilísticas. Puede verse en él a un verdadero mago de las letras árabes, y la musicalidad de sus oraciones suscitó la admiración del compositor Mohamed Abd El-Wahab. Pero sus ideas le supondrían también ser incomprendido muchas veces. Se le reprochó el haberse occidentalizado en exceso, alejándose demasiado de la religión islámica. En realidad, este defensor de un Islam racionalista estaba apostando por la necesaria complementariedad entre Oriente y Occidente, de lo cual su propia existencia sería el mejor testimonio. Para él, Egipto bebe de tres fuentes: de la civilización faraónica, del patrimonio árabe-musulmán y de la cultura europea. Su obra maestra, El futuro de la cultura en Egipto, en la que aboga por la vocación mediterránea de su país, marcó a toda una generación.
Hablando años más tarde acerca de este controvertido libro, dijo: “¿Por qué ese pánico cuando se menciona el Mediterráneo? Es tanto nuestro como suyo; ¿o es que creéis verdaderamente que era sólo el mar de los romanos? El Mediterráneo no es ninguna barrera, sino más bien un puente entre diversas civilizaciones. Nosotros estamos tan ligados a Grecia, a Italia y a Francia como estos países están ligados a nosotros... Hemos influido en ellos tanto como ellos nos han influido a nosotros. Lo natural sería mantener estos vínculos.” Él mismo ayudaría a desarrollarlos por medio de sus numerosos viajes y contactos.
Pero Taha Hussein iba a pagar cara su apertura de miras y acabó por perder su título de decano. Jean Cocteau, que tuvo un encuentro con él en 1949 durante una gira teatral por Egipto, anotaba en Maalesh: “Taha Hussein está en la lista negra. Es ciego. Pero ve. Ve más lejos de lo que le está permitido a cualquiera ver en Egipto. Es un espíritu indomable. Se adivina un fuerte temor en él. Temor que se incrementa al tener que habitar entre sombras. Se le consulta, se le ama, se le detesta, se le teme. Frente a esas gafas negras que le miran a uno, parece que los restos del Antiguo Egipto encuentran de nuevo sentido y dejan de ser meros lugares de visita.”
A pesar de sus adversarios, Taha Hussein fundaría la Universidad de Alejandría durante la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose en su primer rector antes de ser nombrado ministro de Educación Pública en 1950. Aplicaría entonces una medida fundamental: la gratuidad de la enseñanza. Ésta, afirmaba, había de ser gratuita “al igual que el aire y el agua”. Muchos egipcios de condición humilde le deberán por esto eterno reconocimiento, lo que sin duda debió de suponer, tras tantos ataques, su mejor consuelo.
Cubierto de títulos y de honores durante el período de Nasser, calificado como “decano de las letras árabes”, pero siempre retirado en su villa al pie de las Pirámides, Taha Hussein continuaría pagando por su espíritu independiente. Falleció en 1973, tras un último viaje a Italia, fiel a sí mismo y a sus ideas. Simbólicamente, su cuerpo fue depositado en el aula magna de la universidad antes de ser finalmente llevado al cementerio. Su residencia pasó a ser un centro cultural.
“Diccionario del Amante de Egipto” (2001). Robert Solé