11/01/2024
COMPARTIMOS EL CAPÍTULO 1 DE UNA SERIE DE 10 CAPÍTULOS, PUBLICADOS EN EL CUADERNO NO. 15 DE ESTE CENTRO DE ESTUDIOS CON TÍTULO «CUBA, BORDEANDO EL PRECIPICIO».
Seremos Nación y República sólo con una cultura política integrativa
Para algunos es la hora de una responsabilidad suprema a favor de una agenda de concertación, comprometida con los valores de la libertad, la democracia y una reconciliación nacional basada en la necesidad de paz, justicia y transparencia. Mas, para ciertas mayorías, en todo el espectro político, esto sería traidor porque la única solución legítima estaría en aniquilar al adversario, aun acosta de la nación, pues de todos modos la existencia de este priva a los otros de ella. Tamaña barbaridad; además, hasta ahora resulta imposible que la sensatez prefigure una solución.
Pareciera que Cuba muere, pues el país queda desbastado y el agotamiento nacional instala un sentido de incapacidad para cualquier solución cierta y beneficiosa.
Para algunos es la hora de una responsabilidad suprema a favor de una agenda de concertación, comprometida con los valores de la libertad, la democracia y una reconciliación nacional basada en la necesidad de paz, justicia y transparencia. Mas, para ciertas mayorías, en todo el espectro político, esto sería traidor porque la única solución legítima estaría en aniquilar al adversario, aun acosta de la nación, pues de todos modos la existencia de este priva a los otros de ella. Tamaña barbaridad; además, hasta ahora resulta imposible que la sensatez prefigure una solución.
Esclarecer las causas de tal yerro también conduce a la historia y la cultura. De lo contrario, quizá exclusivamente transitemos de un error a otro error, o quedemos en algún presente perpetuo, incluso cada vez más ignominioso.
Para Jorge Mañach (1898-1961), importante intelectual cubano, cuando Cuba logró la independencia, a inicios del siglo XX, su agregado humano no se había solidarizado cabalmente, existía la cultura cubana y había un crecimiento de nuestra identidad, pero no éramos una nación madura. Precisaba que la cultura de un pueblo siempre tiene un momento antes y un momento después de consolidarse como nación y nosotros aún estábamos en el primero.
Aclaraba que un pueblo es elevado al rango de nación cuando logra una identidad propia, o sea, un conjunto de características que lo hacen diferente del resto de las sociedades. Sin embargo, afirmaba, su madurez es alcanzada únicamente cuando su conciencia colectiva cuenta con un rico legado de memorias y el consentimiento actual de vivir juntos y sacrificarse para seguir haciendo valer la herencia que se recibió indivisa, logrando integrarse solidariamente en este empeño.
Para concluir que teníamos una patria y un Estado independiente, pero que nos faltaba la nación y ésta se iba cuajando con mucha dificultad. (Para comprender el tema léase: El Manual del perfecto fulanista de José Antonio Ramos, El pueblo cubano de Fernando Ortiz, Diálogos sobre el destino del doctor Gustavo Pittaluga y los Ensayos de Jorge Mañach.)
La conciencia colectiva que aún debíamos alcanzar es, según Mañach, una especie de agregado capaz de constituir, desde la diversidad, la debida integración de una determinada comunidad en torno a cierta aspiración ideal colectiva, es decir, comunes alicientes.
José Antonio S**o (1797-1879), uno de los fundadores de la nación cubana, alertaba sobre el peligro de proponerse un estado-nación-independiente, sin haber logrado un desarrollo sólido de la cultura autóctona, así como la debida identidad nacional y la suficiente conciencia colectiva. Por su parte, el sacerdote católico Félix Varela, maestro de S**o y el primer cubano que ostentó la condición de Padre de la Patria, dedicó toda su vida a defender dicha tesis, y a consolidar la cubanía y el patriotismo, como condiciones imprescindibles para gestionar la independencia. Si bien, es necesario señalar que, durante un breve período intermedio de su vida, sostuvo la necesidad de una revolución pacífica para instituir un Estado independiente capaz de facilitar la consolidación de la identidad nacional y la conciencia colectiva. Igualmente opinó José Martí, el Apóstol de la independencia, quien sostuvo la necesidad de lograr un Estado independiente, aunque sea a través de la lucha armada, lo cual le provocaba una enorme tristeza, pero con la ilusión de que este fuera el instrumento para consolidar la nación por medio de la síntesis entre todos los proyectos.
Mas el proceso gestor de la nación no marchó por los derroteros que aconsejaron S**o y el padre Varela, ni la independencia favoreció la síntesis pretendida por Martí.
La historia política de nuestra República -incluso durante la República en Armas, antes de la independencia- muestra un vínculo permanente entre el desempeño cívico y el ímpetu pugnaz. Ello condujo a debates entre Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte, una vez iniciadas las gestas independentistas en 1868, en torno a la supremacía de la fuerza y las armas o del civismo, las leyes y las instituciones; debate que continuó entre José Martí y Antonio Maceo, durante la década del 90 del siglo XIX.
De este modo, desde los inicios del siglo XIX se bo**ta una República de derecho, con deberes, ciudadanos libres, que procura una democracia social y política, con cultura y prosperidad compartida; pero la búsqueda de ello siempre ha incorporado lo pugnaz.
Según el historiador y político Manuel Cuesta Morúa, en su ensayo Cuba: los futuros de la Isla de 2005, esto proviene de la instalación de tres proyectos de nación que desde inicios del siglo XIX discuten la hegemonía sin proponerse una integración. Dichos proyectos son: el emancipador, el económico y el cívico. El primero, afirma, se inclina a lo absoluto y la intransigencia, en su defensa de la soberanía. El segundo, sostiene, tiende a ser pragmático y flexible en busca de un crecimiento económico a toda costa, que debe producirse y reproducirse en los circuitos de la economía mundial, auxiliándose en poderes extranjeros para dirimir sus conatos por el poder y encerrándose en una estética que no comparte con el resto de la sociedad. En cuanto al tercero, asegura que nace del catolicismo y es eminentemente cultural, gradualista y pedagógico, y propone no perder el camino por intereses parciales, estrechos e inmediatos, pero suele resultar en desánimo y abandono de los espacios públicos para reducirse a los quehaceres del saber.
La Constitución de 1940 acaso consigue expresar una síntesis martiana y esa República prometida desde comienzos del siglo XIX, pero resulta de la Revolución del 30, también cívica y violenta a la vez. La Asamblea Constituyente fue muy representativa de las distintas posiciones políticas, corrientes de pensamiento y tendencias socioeconómicas. Ese fue su gran mérito, el mejor ejemplo de un diálogo nacional, representativo y genuinamente plural. Todo esto haría suponer que la Constitución sería institucionalizada con prontitud y eficacia; pero lo cierto fue que, si bien se cimentaron algunos de sus posturales, la clase política no alcanzó la altura necesaria para acometer este desafío.
Al estudiar los procesos de la República (1901-1958) se revela un camino de ascenso, pero complejo. En la estructura socioeconómica de aquel país, próspero y pobre a la vez, “sobraban” aproximadamente dos millones de cubanos y la estructura económica, incluso más allá de la voluntad de quienes la poseían, no parecía capaz de solucionar ese dilema. No obstante, cabría preguntarse por qué, si hubo ascensos progresivos, no hubiera sido posible una evolución más integral, con gradualidad y serenidad. Pero, al meditar, quizá podemos concluir que esto parecería imposible; y por eso se dejó de confiar en “la política de reforma” y tomó legitimidad “la opción revolucionaria” que, en aquellas condiciones, sólo podía serlo si además era lo más radical posible, lo cual después desataría un nuevo conflicto.
Triunfa así el 1 de enero de 1959 la última acepción, en la historia de Cuba, del empeño simbolizado con el término Revolución, asentado en el liderazgo del Movimiento 26 de Julio, junto al Movimiento 13 de Marzo y al Partido Comunista que procuró alianza cuando triunfar ya era posible. En ese momento, la nación cubana, todavía joven y desorientada, que carece de suficiente conciencia colectiva, tendió a gravitar hacia la fuerza que mayor seguridad ofreció, en busca de una referencia que prefigurara una aspiración compartida y condujera a un buen futuro. Pero esto, finalmente, resultó perjudicial porque, en nombre de la soberanía, estableció con severidad lo absoluto y la intransigencia, y excluyó con dureza el pragmatismo y el bienestar, el desempeño ciudadano y la cultura cívica.
O sea, aún padecemos las consecuencias de tres proyectos de nación que desde hace dos siglos se excluyen y pretenden aniquilarse; incluso, ya colocando en riesgo la existencia de Cuba como país -en el sentido moderno del término-.
Es posible entonces afirmar que seremos la nación deseada y tendremos la República prometida, sólo si conseguimos integrar el celo por consolidar la soberanía nacional en todos los ámbitos de la vida (principios del proyecto denominado por Cuesta Morúa como emancipador), con la flexibilidad y el pragmatismo necesarios para potenciar la iniciativa empresarial, así como su integración a los mercados mundiales, con el propósito de hacer crecer la economía cubana (pilares de la propuesta nombrada económica), y siempre en función de un proyecto vigoroso de nación, que aspire al bienestar general y para ello exija a la economía su compromiso social, promueva una cultura humanista, eduque a la ciudadanía y le demande su responsabilidad colectiva (anhelos del ideal cívico).