Crecí con la teoría de que todo problema se ve con otros ojos con un gran tazón de leche caliente en el que ahogar osos de chocolate, pero si la cosa se tuerce mucho es lícito recurrir a una bolsa gigante de patatas fritas o incluso desfogarse y mandar “a comer mierda” por un tiempo prudencial. Tengo pánico a los aviones, pero pese a ello, no puse muchas muecas cuando me comunicaron que tendría qu
e trasladarme a vivir una temporadilla a Centroamérica. Desde allí -y en tirantes- empecé a escribir estas líneas. La idea de este proyecto no era otra que inventar una artimaña con la que tranquilizar a mi familia, crear una ventana por la que pudiera contarles esas pequeñas cosas que muchas veces por la distancia y el cambio de horario resultaba tan difícil hacer por medio del teléfono. Pero también surgió de la necesidad de suplir la carencia de no poder escribir todas esas cartas que me hubiera encantado poder escribir, de no poder conversar sin prisas y meramente sobre la rutina con todas aquellas personas que con tanto cariño dejas que entren en tu maleta a lo largo de tu vida y a los que con la última cerveza cuando prosigues aventura se hace tan pesado decir adiós. El día que descubrí que en muchos lugares de Latinoamérica los rastros se llamaban Mercados de pulgas me reí a carcajadas, y de ahí, de ese momento, y de ver cómo la mochila cada vez se parecía más a un pequeño rastrillo de cosas y recuerdos nace el nombre de esta página.