31/12/2019
Cuando era pibe recuerdo pensar la llegada del año dos mil como algo inalcanzable. Llegado ese momento calculaba, tendría treinta y ocho años, y ese futuro, que lógico, era para mí entonces muy lejano, se me aparecía como tecnológico, hipermoderno – no como el presente -, plástico, cromado, veloz, transparente, confortable, libre.
El hombre llegaba a la luna, el conocimiento había triunfado.
Pero había algo raro, una distorsión, y no la comprendía: la experimentaba, existía algo, la soledad, la angustia, la muerte. Todo ese vacío – el espacio – era una inmensidad atroz y sin sentido, que solo podía explicarse matemáticamente, según mi padre.
Y había una “realidad” que también contrastaba con aquella idea de futuro donde “el bien” – el conocimiento- triunfaba: existía un mundo atroz, plagado de miseria, violencia y muerte, donde “el mal” – el comunismo -, amenazaba, asesinaba el futuro.
Todo esto estaba alimentado constantemente por la vieja tv en blanco y negro, series como “Los invasores”, o “La dimensión desconocida”, sumado a mis muchas lecturas de comics como Superman, y una precoz entrada al sci-fi y lo fantástico de la mano de H. G. Wells.
Luego, en la adolescencia, llegaron Orwell, Sheckley, Lem, y Dick, entre otros para completar el panorama. El sonido de Tangerine Dream. Mi comprensión del mundo ya no era a través de la televisión, me acerqué al anarquismo, que para mi padre era una idea “elevada”.
Veía los titulares del diario y la cosa se ponía peor. Acá estaban los milicos y todo era peligroso. Gobernaban la paranoia y la muerte.
Aquella idea de futuro, el triunfo de las ideas positivistas, no se adonde había quedado. Comenzaban ya a instalarse las jaulas, el mundo era una cárcel.
Pasaron los años y la llegada del año dos mil me agarró siendo librero ya, y con una historia.
Y la cárcel era perfecta. No había escape.
Luego vino 2001, con todo lo que esa cifra nos representaba a los lectores de sci-fi, y eso que para algunxs fue como un despertar de la anarquía.
Y pasaron los años, y Néstor, y Cristina, y La Macrix. Y ahora Alberto: dos mil veinte…
¿Por qué comienzo con esta digresión si este es un posteo sobre libros, sobre mi trabajo con ellos?
Porque evidentemente no puedo escindir mi historia y la de otrxs, y este post es sobre libros, sobre una editorial joven, Caleta Olivia, donde publica gente también joven y otra no tanto.
¿Es el futuro? No lo sé.
Son muy lindas ediciones, y económicas. Han tenido un despegue tremendo en estos últimos dos años, algo incoherente en este contexto de catástrofe que imperó durante La Macrix.
Son evidentemente el presente, y también el futuro; despegar como ellos en medio de los innumerables cierres de librerías y editoriales, es algo digno de mención. Es claro para mí que hay una excelente gestión.
Publican autores jóvenes como les dije, y ahora, casi en el dos mil veinte, estoy leyendo a una autora joven, Juana Isola, que según cuenta la solapa del libro, nació en Buenos Aires en 1989.
Su libro se llama Nuestros adolescentes y está muy bien escrito. En lo personal, me sirve también para entender cómo piensan y sienten estos jóvenes tan distintos al joven que fui especulando acerca del año dos mil.
El futuro llegó, hace rato, y mutó en este presente que nadie sabe cuándo comenzó y parece no tener fin.
Que llegue ya ese dos mil veinte, y se instale una nueva creencia, un porvenir, no un devenir, y vayamos hacia donde haya menos dolor...