29/06/2023
"... Son las primeras horas de mi estancia en la India y no sé dominar la bestia sedienta encerrada en mi interior como en una jaula.
Convenzo a mi amigo Moravia para que demos por lo menos unos pasos fuera del hotel y respiremos un poco del aire de la primera noche india.
Salimos, por lo tanto, a la estrecha calle sobre el mar que corre detrás del edificio, a través de una salida secundaria.
El mar está plácido, no da señales de su presencia. A lo largo del parapeto que lo contiene hay coches aparcados y, cerca de estos, esos seres fabulosos, sin raíces, sin sentido, llenos de significados dudosos e inquietantes, dotados de una fascinación poderosa, que son los primeros indios de una experiencia que quiere ser exclusiva, como la mía.
Así llegamos hasta la Puerta de la India, que, vista de cerca, es más grande de lo que parece desde lejos.
Las puertas ojivales, las paredes caladas, de ese material amarillento y mortecino, se elevan sobre nuestras cabezas con la solemnidad de ciertos vestíbulos de las estaciones nórdicas. Pero adentro, en la penumbra del arco, se oye un canto: Son dos o tres voces que cantan conjuntamente, con fuerza; continuas, enfervorizadas.
La entonación, el significado, la sencillez son los de cualquier canto de jóvenes que se puede escuchar en Italia o en Europa pero estos son indios, la melodía es india. Parece la primera vez que alguien canta en el mundo: Para mí, que siento la vida de otro continente como otra vida, sin relaciones con la que yo conozco, casi autónoma, con otras leyes suyas interiores, vírgenes.
Me parece que escuchar ese canto de muchachos de Bombay bajo la Puerta de la India, reviste un significado inefable y cómplice: Una revelación, una conversión de la vida.
No me queda sino dejar que canten, tratando de espiarlos desde la arista de falso mármol de la gran puerta gótica.
Están tendidos en el suelo desn**o, bajo la oscura capade la bóveda ojival y a la escasa luz lechosa que proviene de
la explanada que da al mar. Cubiertos de harapos blancos sobre las caderas y con esas cabezas negras no se distingue su edad.
Su canto está completamente desprovisto de alegría y sigue una sola frase musical desalentada y acongojante.
Es como si todo se hubiese precipitado sobre este momento de paz cargada y sucia. Nuestra llegada a Bombay
desde lo alto: Montecillos fangosos, rojizos, cadavéricos, entre pequeñas charcas verduscas y un infinito aluvión dechozas, almacenes, miserables barrios nuevos que parecían lasvísceras de un animal descuartizado, esparcidas a lo largodel mar, y, sobre estas, centenares de miles de pequeñas piedras preciosas, verdes, amarillo pálido, blancas, que brillaban tiernamente.
Los primeros rostros indios enseguida fuera del aeropuerto, los taxistas, los ayudantes, vestidos como griegos antiguos y el recorrido, como una hendidura a través de la ciudad.
Una hora de coche, a lo largo de un suburbio ilimitado, hecho todo de pequeñas barracas, montones de pequeñas tiendas, sombras sobre casitas indias de aristas desmochadas y completamente caladas como muebles viejos, en las que se entreveían luces, cruces en los que se aglomeraban personas descalzas, vestidas como en la Biblia.
Tranvías rojos y amarillos de dos pisos, viviendas modernas, enseguida envejecidas por la humedad tropical, entre jardines fangosos y casas de madera, azuladas, verdosas o simple-
mente corroídas por la humedad y el sol con infinitos estratos de multitud y con un mar de luces como si en esa ciudad de seis millones de habitantes hubiera fiesta por todas partes y luego el centro, siniestro y nuevo, la Malabar Hill con
sus palacetes residenciales dignos de Parioli, entre los viejos bungalós y la larguísima avenida junto al mar con una
serie de globos luminosos que se hundían en el mar hasta perderse de vista.
Y vacas por las calles: Vacas que caminaban mezcladas con la multitud, que se acurrucaban entre los acurrucados, que deambulaban con los deambulantes, que detenían su marcha entre los que se detenían. Pobres vacas cuya piel se había vuelto de barro, obscenamente flacas, algunas pequeñas como perros, devoradas por los ayunos, con la mirada eternamente atraída por objetos destinados a una desilusión sin fin.
Era casi de noche y ellas se acurrucaban en los cruces, junto a algún semáforo, ante los portales de algún desordenado edificio público, montones negros y grises dehambre y desconcierto.
Incluso agitándose alrededor, la vida tenía el ritmo ralentizado de aquellas pobres bestias. Había que ver con qué paciencia la gente aguardaba los autobuses en las paradas. Formaban una cola con una disciplina que suizos y alemanes ni pueden imaginar, sin echarse el uno encima del otro, aislados, concentrados. Algunos vestían casi a la manera
europea, con pantalones blancos acampanados, mal ajustados y una ligera camisa blanca. Otros, que eran la mayoría, se vestían con una especie de sábana entre las piernas, llena de grandes n**os sobre el vientre, con las pantorrillas, detrás, negras y completamente descubiertas y, sobre esta sábana, una camisa o una americana europea con el consabido harapo enrollado alrededor de la cabeza.
Otros iban con largos pantalones blancos de estilo árabe y encima una túnica blanca transparente, otros más llevaban unos shorts amplísimos, de los que salían como badajos de campanas las negras piernas flacas y encima, hasta casi cubrir completamente los pantalones, la flameante camisa.
Las mujeres vestían todas el sari, cargadas de anillos. Los saris
eran de variados colores, desde los más sencillos, unos harapos, hasta los litúrgicos, de paños tejidos con viejo refinamiento artesano.
Esta enorme muchedumbre prácticamente vestida con toallas, emanaba una sensación de miseria, de indecible indigencia: Parecía que todos acabasen de salvarse de un terremoto y, felices de haber sobrevivido, se conformasen con los pobres harapos que tenían al huir de los míseros lechos
destruidos, de los ínfimos tugurios.
Metidos en el interior de esa vida, de la que yo tengo enla retina tan solo un borrador de la superficie externa, a la que yo pido el encargo de expresar algo inexpresable y que solamente las jornadas futuras que aquí me aguardan, a partir de mañana, podrán poco a poco desenvenenar y equilibrar.
Las calles están ya desiertas, perdidas en su polvoriento, seco y sucio silencio. Tienen algo de grandioso y al mismo
tiempo miserable: Es la parte central, moderna, de la ciudad pero la corrupción de las piedras, de los postigos, de las ma-
deras es la de un viejo poblado.
Casi todas las casas, decrépitas, tienen un pequeño pórtico ante la fachada y aquí me encuentro ante uno de los hechos más impresionantes de la India.
Todos los pórticos, todas las aceras rebosan de personas que están durmiendo. Tendidas en el suelo, contra las columnas, contra las paredes, contra las jambas de las puertas.
Sus harapos las envuelven por completo, embadurnados de suciedad. Su sueño es tan profundo que parecen mu***os envueltos en sudarios desgarrados y fétidos.
Se trata de jóvenes, muchachos, viejos y mujeres con sus críos. Duermen acurrucados o boca arriba. Son centenares.
Algunos están todavía despiertos, especialmente unos muchachos que merodean o hablan en voz baja, sentados en el umbral de alguna tienda cerrada o en los escalones de alguna vivienda. Alguno se está acostando en ese momento y vuelve en su sábana, que le cubre la cabeza.
Toda la calle está llena del silencio de ellos y su sueño se parece a la muerte, pero a una muerte que, a su vez, es dulce como el sueño.
Allá está la Puerta de la India, contra el mar. Ha cesado el canto: Ciertamente,
los dos muchachos que cantaban antes, ahora están durmiendo sobre el suelo desn**o con sus harapos.
Ya sé un poco de lo que quería saber a través de su canto: Una miseria horrorosa.
Los dejo, emocionado como un im***il. Algo ya ha empezado..."
✍Fragmento de "El olor de la India" de Pier Paolo Pasolini.
📷Mumbai. Puerta de India. Primero de Enero, 2019.