05/07/2016
Kóoch en la mitología tehuelche, es el creador, aunque no de los hombres, sí del resto del Universo. En tiempos muy lejanos, tanto que no se pueden medir, en el mundo sólo existían dos cosas: Kóoch, que siempre estuvo, y una oscuridad muy densa. Y tanto tiempo pasó Kóoch en las tinieblas, y tal era su soledad y su pena, que un día empezó a llorar..... y fue tan profundo su llanto, que sus lágrimas formaron el Arrok, el Mar Amargo de las tormentas y las desazones.
Al advertir el crecimiento de las aguas, Kóoch suspiró, y así formó a Xóchem, el viento, que comenzó a correr arrastrando consigo a las tinieblas, preparando el camino para la llegada de la luz.
Cuando apareció la claridad, el creador del Universo se sintió tan feliz, que decidió continuar con su obra. La luz aún no era suficiente para poder apreciar totalmente el mar, por lo que levantando el brazo, y rasgó con tal fuerza el velo de la penumbra, que su gesto encendió una enorme chispa de fuego que siguió el derrotero de su mano. Así nació Xaleshem, el sol.
El calor del sol, al entrar en contacto con el mar, dio origen a las nubes, Teo.
El alocado viento comenzó a perseguir a las nubes, y su risa profunda y retumbante, dio origen a Katrú, el trueno.
Teo, cansada de estos juegos, fulminó al viento con la mirada, y así nació Lüfke, el relámpago.
Sin embargo, pronto el dios comenzó a aburrirse, comprendiendo que su obra aún no estaba terminada; entonces, comenzó a elevar parte de la tierra que estaba debajo del mar y construyó una isla, sobre la cual modeló montañas y llanuras. Entonces, sus hijos, admirados por la belleza de la Isla, comenzaron a derramar sobre ella todas sus dádivas.
El sol enviaba su luz y su calor entibiando la tierra, la nube correteada por el viento, al rozar las altas montañas, derramaba la lluvia que llevaba en su vientre, formando ríos y arroyos.
Pronto la acción benefactora de todos ellos comenzó a rendir sus frutos, los ríos y arroyos formaron los lagos que se poblaron de peces, sus aguas regaron la tierra donde pronto nacieron las primeras plantas; sus suculentas hojas se convirtieron en alimento lo que trajo aparejado la aparición de los primeros animales.
Los primeros hijos de Kóoch se sentían celosos de la nueva creación y en ocasiones enviaban demasiadas lluvias anegando la tierra y matando las plantas. En vista de esta situación, Kóoch reunió a los revoltosos y les habló firmemente, y desde ese momento volvió a reinar la armonía.
En la isla creada por Kóoch, todo se deslizaba apaciblemente, pero fuera Tons, la oscuridad absoluta expulsada por el viento del Universo Primigenio, pugnaba por recuperar la parte del cosmos que le correspondía por haber estado en ella desde siempre.
Para lograr su propósito, creó un ejército compuesto por seres demoníacos.
Kóoch ya se había enterado de los planes de Tons. Si bien durante el día la mantenía a raya gracias a la presencia del Sol, durante la noche, la malvada oscuridad hacía de las suyas. Para impedirlo, el Creador dio origen a Keenyenkon, la luna, para que iluminara cuando el sol se alejara del cielo, pero ella se enamoró del rubio astro y no sólo lo acompañó durante algunos de sus viajes por el cielo, sino que muchas veces se perdía con él detrás de los Andes, sumiendo a la Isla en la negrura.
Kóoch decidió bendecir esta unión con la llegada de dos mellizos, Wun y Etensher, que eran los encargados respectivamente de avisar a los habitantes de la Isla la aparición o desaparición de sus padres, pero ni el cielo del amanecer ni el del ocaso tenían color alguno
Una noche, uno de los hijos de Tons, llamado Nóshtex raptó a la nube y la mantuvo cautiva durante tres días con sus respectivas noches, durante las cuales engendró en ella al semidios El'Al.
Kóoch, enterado de esta afrenta desató sobre el raptor una maldición, por la cual El'Al superaría en belleza y poder a su propio padre, y como si eso fuera poco, el futuro hijo sería admirado y venerado por todos los seres vivos.
Al conocer esta maldición Nóshtex presa de un furor inenarrable abrió el vientre de Teo, la nube, con un puñal para acabar con la criatura que crecía en su vientre. Sin embargo, Ter-werr, un tucutuco logró rescatar al niño con vida y lo escondió en su cueva; pero el esfuerzo fue insuficiente para salvar a Teo, quien murió desangrada.
La sangre derramada por Teo salpicó a los mellizos hijos de la luna y el sol tiñéndolos de todos los tonos de rojo que hoy muestran el alba y el ocaso. De allí en más, los amaneceres y los atardeceres patagónicos poseen esos colores tan característicos.