14/05/2022
Buen día
Mi nombre es María Quiteria Ramírez Reyes y soy cantinera del Regimiento 2° de Linea. Nací en Illapel y al momento de iniciarse las hostilidades entre Chile, Bolivia y Perú, yo vivía en Iquique y contaba con 28 años de edad.
Fui expulsada de mi hogar y junto con otros chilenos nos vimos obligados a dormir en la playa, esperando algún transporte que nos llevara de vuelta a la patria.
Por fín, fuimos trasladados a Antofagasta y como soy costurera me ofrecí para trabajar en la confección de uniformes para el ejército. Fui muy bien tratada y nunca me faltó nada.
En octubre de ese mismo año el comandante del regimiento 2° de Linea, Teniente Coronel Eleuterio Ramírez, me ofreció el puesto de cantinera en su unidad.
Me apodaron María la Grande y así fue que a finales de octubre me embarqué con las tropas en el convoi que nos dejaría en Pisagua el 2 de noviembre.
Desde el buque en que me encontraba junto a mi regimiento observé todo el desembarco y fui testigo de las grandes hazañas que llevaron a cabo nuestros queridos soldados y la Armada de Chile.
Una vez instalados en el campamento de Pisagua, mi comandante me expresó que tan luego como se pasase revista se determinaría el sueldo que me correspondía por la plaza que ocupaba en el Ejército, pero la revista no se llevó a efecto porque marchamos inmediatamente al campamento de Dolores.
Allí se había llevado a efecto una batalla el día 19 de noviembre y unos días más tardes mi regimiento y otros más nos internamos en el desierto hasta llegar a la localidad de Tarapacá, donde el día 27 nos enfrentamos a las fuerzas aliadas. Allí fui testigo de muchas hazañas y acciones heroicas y pude conocer de cerca lo que la guerra hace en los hombres.
Vi caer a mi capitán Necochea, quien herido y ensangrentado nunca dejó de alentar a sus soldados.
Mi comandante Ramírez jamás se alteró, siempre sereno animaba a sus hombres. Antes de que muriera le oí decir: "¡Muchachos! ¡No hay que rendirse!". Quedaron junto a él dos cantineras, las que más tarde me enteré habían sido horriblemente muertas.
En esta batalla fui tomada prisionera y llevada hasta Arica con el ejército del general Buendía y otros soldados chilenos que se encontraban prisioneros igual que yo. Pasamos mil penurias atravesando inhóspitos desiertos y sierras, sufriendo hambre y sed.
Al año siguiente, en 1880, el ejército vence en Tacna y en Arica, en mayo y junio respectivamente, produciendose entonces mi liberación.
Inmediatamente me puse a disposición de mi regimiento donde me enteré que el ejército boliviano se había retirado y que ahora sólo luchabamos contra el Perú.
En diciembre de ese mismo año, nos embarcamos a cumplir con un anhelo que todos los soldados del ejército tenían, que era conquistar Lima.
El ejército desembarcó en Curayaco el 23 y 24 de diciembre y marchamos al valle de Lurín, casi a las puertas de la capital de los virreyes, donde acampamos todo el ejército y nos preparamos para el momento crucial.
En los primeros días de enero de 1881, el 9 para ser exacta, vivimos una hermosa experiencia, mi regimiento y yo. En una solemne ceremonia nos fue devuelto el estandarte que perdimos en la Batalla de Tarapacá y que tanta sangre nos costó. Se nos dijo que fue encontrado en Tacna, escondido en una iglesia y bajo un altar. Para esta ceremonia vestí mi uniforme de parada que preparé especialmente para esas ocasiones.
El día 12 de enero, con el toque de la diana, nos enteramos que debíamos dejar Lurín esa misma tarde, ya que el 13 debíamos asaltar las grandes fortificaciones defendidas por el ejército peruano. Como cantinera recorrí el campo de batalla, confortando al agonizante y alentando al herido. Cuando mi barril se vació, tomé un rifle y junto a mis compañeros asaltamos las posiciones enemigas.
El día 14 no paré de dar apoyo en las ambulancias, pues los heridos y agonizantes eran muchos y faltaban manos para atender a cientos y cientos de hombres, chilenos y peruanos.
El día 15 una infamia nos envió nuevamente a la lucha. Cuando creíamos que la paz sería firmada, el enemigo nos atacó de sorpresa. Entonces se dio inicio a la batalla de Miraflores en que finalmente el ejército allanó el camino para su entrada a Lima.
Así fue como días después, junto a mis jefes y camaradas, entramos a la ciudad con humildad y agradecimiento en el alma.
En el mes de marzo se ordenó partir a Chile y el día 14 desembarcabamos en el puerto de Valparaíso, donde una multitud eufórica nos daba la bienvenida. Caminar por esas calles y bajo esos arcos de triunfo preparados en nuestro honor fue una experiencia grandiosa. Sentir el cariño de todos esos chilenos que felices nos recibían allí y al otro día en la capital, fue algo que jamás olvidaré en mi vida.
Las penurias que pasé en el desierto tras dos largos años de campañas, hicieron mermar mi espíritu y quebrantaron mi organismo. Enferma, fue gracias a las atenciones de una sociedad que daba ayuda a los soldados que volvían de la guerra, que pude mejorar y entonces volví a mis tierras, donde encontré el amor, me casé y tuve una hijita.
Me uní a la Sociedad de Veteranos del 79' y al morir, en el año 1929, en Sotaquí, fui sepultada en el mausoleo de Ovalle, junto a tantos otros camaradas con quienes compartimos las caminatas, el sol abrasador, el hambre, la sed y el frío del desierto, las batallas sangrientas y la gloria de ver a Chile vencedor.
Pasa ésta, mi historia, para que todos los chilenos me conozcan. Que sepan mi nombre y vean mi rostro, que yo María Quiteria Ramírez Reyes, María la Grande, luché para que ellos tuvieran un futuro mejor.
¡Viva Chile!