19/11/2023
La naturaleza humana a veces nos hace mirar lo malo de las cosas, hay un relato que me gusta mucho, a los amantes de la lectura.
EL DIVINO DON DE LA GRATITUD.
Comparto con ustedes un relato de una familia que pudo encontrar bendiciones en medio de serias dificultades. Es un relato que leí hace muchos años y que he conservado debido al mensaje que transmite. Lo escribió Gordon Green y apareció en una revista de Estados Unidos hace más de cincuenta años.
Gordon relata que se crió en una granja en Canadá, donde él y sus hermanos tenían que apresurarse a ir a casa después de la escuela mientras los otros niños jugaban a la pelota e iban a nadar. Sin embargo, su padre tenía la capacidad de ayudarlos a entender que su trabajo era de valor. Eso era especialmente así después de la cosecha, cuando la familia celebraba el día de acción de gracias, ya que ese día, su padre les daba un gran regalo: hacía un inventario de todo lo que tenían.
La mañana del día de acción de gracias, los llevaba al sótano donde tenían toneles de manzanas, cubos de remolacha, zanahorias preservadas en arena, y montañas de sacos de patatas, así como arvejas, maíz, judías, mermeladas, fresas y otras conservas que llenaban los estantes. Les pedía a los niños que contaran todo minuciosamente; después iban al granero y contaban las toneladas de heno que había y las fanegas de grano. Contaban las vacas, los cerdos, las gallinas, los pavos y los patos. El padre les decía que quería ver cuánto era lo que tenían, pero ellos sabían que en realidad lo que quería era que se dieran cuenta, ese día especial, lo mucho que Dios los había bendecido y había compensado todas sus horas de trabajo. Finalmente, cuando se sentaban a disfrutar el festín que su madre había preparado, las bendiciones era algo que sentían.
Sin embargo, Gordon indicó que el día de acción de gracias que recordaba con más agradecimiento era el año en que parecía que no tenían nada por qué estar agradecidos.
El año había empezado bien: tenían heno de sobra, muchas semillas, cuatro crías de cerdos; y su padre había ahorrado un poco de dinero para algún día comprar una trilladora: una máquina maravillosa que la mayoría de los granjeros sueñan tener algún día. Fue también el año en que se instaló la electricidad en el pueblo, aunque no a ellos, porque no tenían dinero para pagarla.
Una noche, cuando la madre de Gordon estaba lavando mucha ropa, el padre se acercó para tomar su turno en la tabla de lavar y le pidió a su esposa que descansara y se pusiera a tejer. Le dijo: “Pasas más tiempo lavando que durmiendo. ¿Crees que debemos darnos por vencidos y tener electricidad?”. Aunque ella se sentía muy feliz ante esa posibilidad, derramó una o dos lágrimas al pensar que no se comprarían la trilladora.
De modo que ese año se instalaron los cables eléctricos en la calle donde vivían. Aunque no era nada extravagante, compraron una lavadora que funcionaba sola todo el día, y bombillas brillantes que colgaban del techo de cada habitación. No tenían que llenar más lámparas de aceite, no había mechas que cortar ni chimeneas cubiertas de hollín que lavar. Las lámparas fueron a quedar en el desván.
La llegada de la electricidad a su granja fue casi la última cosa buena que les sucedió aquel año. Cuando los cultivos estaban a punto de brotar, empezaron las lluvias y cuando el agua por fin se retiró, no había quedado ninguna planta en ningún lugar. Volvieron a plantar, pero más lluvia volvió a acabar con las cosechas; las patatas se pudrieron en el lodo. Vendieron un par de vacas y todos los cerdos y otro ganado que habían pensado retener, recibiendo precios muy bajos por ellos ya que todas las demás personas habían tenido que hacer lo mismo. Lo único que cosecharon ese año fue un pequeño terreno de nabos que de algún modo no se arruinó con las lluvias.
De nuevo llegó el día de acción de gracias. La madre dijo: “Quizás será mejor que lo olvidemos este año; ni siquiera tenemos un ganso”.
Sin embargo, la mañana del día de acción de gracias, el padre de Gordon se apareció con una liebre y le pidió a su esposa que la cocinara. A regañadientes empezó a hacerlo, indicando que tomaría mucho tiempo cocinar ese viejo y duro animal. Cuando por fin lo colocaron en la mesa con algunos de los nabos que habían sobrevivido, los niños se negaron a comer. La madre lloró, y después el padre hizo algo raro: fue al desván, tomó una de las lámparas de aceite, volvió a la mesa y la encendió. Pidió a los niños que apagaran las luces eléctricas. Cuando sólo tenían la luz de la lámpara, casi no podían creer que antes hubiera estado tan oscuro. Se preguntaron cómo habían podido ver algo sin la luz brillante que producía la electricidad.
Se bendijo la comida y todos comieron; al terminar, todos permanecieron sentados en silencio. Gordon escribió:
“En la humilde penumbra de la vieja lámpara fue que volvimos a ver claramente…
“Fue una deliciosa comida; la liebre sabía a pavo y los nabos estaban más sabrosos que nunca…
“Nuestro hogar… a pesar de sus carencias, nos pareció opulento”.
Mis hermanos y hermanas, el expresar gratitud es cortés y honorable; el actuar con gratitud es generoso y noble; pero el vivir siempre con gratitud en el corazón es tocar el cielo.
Tomado del Discurso de Thomas S. Monson 1oct2010 El divino don de la gratitud