03/11/2024
La República de los 40 Días
San Sebastián, ese rincón tan español, con su pileta y su plaza invadida de palomas, donde el tiempo parece detenerse en la calma de la tarde. Resalta la casona republicana, imponente, testigo de tantas historias. Y allí, ese edificio, a veces pasivo, a veces oscuro, que fue cárcel y ahora es museo, guardando en sus paredes la memoria de un hombre asesinado a puntapiés. Así heredamos nuestro apodo de morlacos, no por nuestra cultura ni por nuestras letras, sino por la brutalidad con la que enfrentamos el mundo, bravos y salvajes como los toros de San Fermín.
La Simón Bolívar, esa calle que parece un museo al aire libre, está llena de casonas majestuosas que guardan la opulencia de un tiempo que no termina de desaparecer. Aquí vivieron los grandes personajes que convirtieron a Cuenca, de un pueblo escondido en los Andes, en una ciudad afrancesada, llena de encanto y elegancia. Los muros de las casas aún resuenan con el eco de un lujo que se resiste a desvanecerse.
La Cruz del Vado sigue ahí, en lo alto, observando como un guardián. Protege a los que cruzan el puente, mientras las calles, allá abajo, parecen respirar el ritmo de una ciudad que se funde en la modernidad. Cerca, el mercado 10 de Agosto bulle con colores y olores, el folclore que aún vive. Allí, la chola cuencana mantiene su reinado, desafiante e imponente, mientras las monjas del Carmelo, desde su huerto florido, preparan agüitas de pitymas, cantando a Santa Teresita con la fe tranquila de quien entiende el mundo de otra manera.
La catedral monumental, esa torre de ladrillo, es una declaración de fe, una herencia que los cuencanos llevan con orgullo. Desde allí, se extiende el rojo de El Cuenquita y de los tejados que dominan el paisaje desde Turi, una marea de cerámica colorada que parece resistir bajo el sol amarillo de cada mañana. Esos colores son símbolos de un pueblo que no se detiene.
La Calle Larga, que alguna vez fue un camino inca, ahora es un caos de bares, risas y turistas. Un bullicio constante que no tiene memoria, pero que late con la energía de algo más profundo. A un lado, la iglesia de Todos Santos, primitiva y llena de historias; del otro, el Puente Roto, que el Tomebamba arrastró consigo en un arrebato de furia. Y más allá, El Ejido, donde el verde lucha por conservar su espacio entre la modernidad que empuja.
El cuencano, ese personaje formal, casi teatral en su protocolo, de prejuicios y orgullo. Heredero hidalgo de algo que nunca existió, pero que habita en su imaginación. Canta con una elegancia que ha aprendido de las calles, mirando el futuro con esa mezcla de desconfianza y esperanza que nunca lo abandona.
Cuenca, con su historia tejida entre luces y sombras, sigue siendo una república de contradicciones, casi como su clima, reina hermosa. Un lugar donde el pasado y el presente se entrelazan, donde la magia y la realidad se tocan, y donde el Tomebamba sigue su curso, deslizándose desde El Cajas como una serpiente que, tarde o temprano, encontrará su destino en las aguas del Amazonas.
🖤©️