20/05/2013
Los almendros de Tejeda
Esta leyenda está grabada por el cincel del tiempo en la imponente mole del Bentaiga; la escriben las olas en las doradas arenas de las playas de Gran Canaria; la susurra el viento al atardecer entre las palmeras y las magnolias y el eco de la misma resuena en las mil cuevas de las montañas que fueron vivienda de aquella raza que habitó Tamarán, la tierra de los hombres valientes.
Cuenta la leyenda que en Tejeda, uno de los más hermosos lugares de Gran Canaria, había un bosque de extraños árboles de tronco pétreo cuya savia era oscura lava que sus raíces extraían de la tierra y por ello sus flores eran negras y de pétalos ardientes. Este bosque pertenecía a un poderoso guaire, el cual tenía una hija llamada Arima, bella y delicada como la flor del paraíso. Arima tenía cuanto podía apetecer: tierras, frutos, trajes de suave piel y el amor y la admiración de nobles y guerreros que suspiraban por una mirada de sus ojos. Pero la joven sólo tenía un deseo que nadie había podido cumplir: la hija del poderoso guaire quería nieve de las altas cumbres para volver blancas las negras flores de su bosque.
Muchos intentaron convertir en realidad este sueño. Caravanas de hombres y bestias subieron hasta los altos picos, se llenaron de nieve grandes vasijas por escarpados caminos, cruzando cañadas y barrancos, llegaron de nuevo al bosque. Pero, al vaciar lo recipientes a los pies de Arima de éstos sólo brotaron chorros de agua como frías risas de burla a los que intentaron arrebatar el albo tesoro de las cumbres.
Una tarde, Arima contemplaba embelesada la blanca vestidura de las altas montañas, aspirando el aire fresco que había acariciado aquella nieve por la que suspiraba, cuando ante ella vio surgir un guerrero alto y recio que la miraba silenciosamente apoyando su mano derecha en el fuerte magado y llevando en la izquierda su tarja de madera de drago. Arima le devolvió la mirada y señaló tras él:
- Vuelve por donde has venido guerrero. Ya sabes que la ley castiga al hombre que se acerca a una mujer en la soledad del campo.
- No temo a la muerte, Arima, y menos cuando ésta pueda venirme por haberte visto y oído. Eres más hermosa de lo que dicen: tus ojos son del color del mar que refleja el cielo al atardecer y tu voz es dulce como el charcequén con miel y como él lleva fuego a la sangre.
- ¿Quién eres tú? Nunca te he visto entre los guerreros.
- Soy guaire del guanarteme de Agáldar. Oi hablar de tí como de la mujer más hermosa de Tamarán y quise conocerte.
- Ya me has visto. Vete.
- Quien te ve ya no puede separarse de tí, Arima.
- Vete. No quiero que el castigo caiga sobre tí por mi causa.
- Escucha — el magado del guerrero señaló hacia las nevadas cumbres.
- Sé que ansías cubrir las negras flores de este bosque con el blanco de las cumbres. Yo, Taguaro, guaire del guanarteme de Agáldar, lo traeré para tí. ¿Querrás entonces desposarte conmigo?
Los ojos de la joven se fijaron unos instantes en los picachos nevados, para volverlos nuevamente hacia el guerrero.
- Si haces eso, Taguaro, yo, Arima, guisaré en leche la carne de cabra a la entrada de tu cueva.
- Pues antes de que lleguen las fiestas del Beñesmén, habré vuelto blancas las flores negras de tu bosque.
- Hazlo y Arima dormirá entre sus brazos a los hijos de Taguaro.
El joven guaire alzó la mano en muda promesa y se alejó seguido por la mirada de Arima.
Desde aquel día, la hija del guaire de Tejeda mezclaba en sus sueños de flores blancas la figura de Taguaro.
Mientras, el joven había subido hasta el más alto picacho de Tamarán y llenado de nieve una vasija de barro. Después alzo los ojos hacia Magel, el sol, y le habló.
- Magel, esta nieve que llevo es mi felicidad; ella representa el amor de Arima. Haz que llegue blanca y pura hasta el bosque y yo, Taguaro, enseñaré a mis hijos a pronunciar tu nombre.
Después de decir esto, el joven guaire regresó al bosque. Pero al verter la vasija junto a uno de los árboles de negras flores, de ésta sólo salió agua. Taguaro alzó entonces su mi rada hacia el dorado dios que impasible cruzaba el cielo y le gritó:
- ¡Escúchame, Magel! Te pedí que me ayudaras y te has reído de mí. Has clavado tu amodaga de fuego en la nieve que traje para Arima y la has convertido en agua. Eres una harimaguada vieja y malvada, una hechicera maléfica. Yo te reto. Lucharé contigo, mi magado contra tu amodaga de fuego, mi tarja de drago contra tu rodela de nubes. ¿Me oyes, Magel? Mañana te espero en lo alto del Bentaiga. Alcorac daré la victoria al más valiente.
Al día siguiente, al asomar Magel tras las aguas, su primera mirada fue para la cumbre del Bentaiga. Y allí estaba Taguaro, embrazada su tarja, firme su mano sobre el magado y la mirada desafiante puesta en el dios que emergía del mar.
Magel ascendió lento y majestuoso, hurgando con sus rayos en valles y oquedades, poniendo en fuga a las sombras que se escondían tras las montañas y se metían en las cuevas huyendo de él, pero sin hacer caso del guerrero que lo esperaba para disputarle el sueño blanco de Arima.
— ¡Magel, Magel, ven a luchar conmigo!
La voz de Taguaro rebotó por montañas y barrancos, acalló el rumor del mar y del viento; pero Magel la despreció y siguió su camino por el campo azul. Durante tres días esperó Taguaro que Mabel se decidiera a luchar, pero, convencido al fin de que éste no lo haría nunca, decidió buscar otro medio para vencerlo. Así, un amanecer, siguió el camino de las sombras que huían ante el avance del sol y con ellas entró en una cueva.
Y dice la leyenda que fueron las sombras, enemigas de Magel, las que dijeron al guerrero el medio de burlar al dios de oro.
Varios días estuvo Taguaro trabajando intensamente: curtió con cuidado la piel de una cabra, cortó y vació el tronco de un drago, y así un atardecer, cargó ambas cosas en un camello y mientras Magel se ocultaba en las aguas, el joven salió de la cueva junto a las sombras que le acompañaron todo el camino hasta llegar al Pozo de las Nieves. Allí, Taguaro cogió el blanco de las cumbres y lo guardó en el tronco vaciado del drago, que luego cubrió cuidadosamente con la piel de cabra. Cargó al camello con el extraño bulto y siempre acompañado por las sombras, bajó hasta el bosque de árboles de negras flores al que llegó cuando Magel empezaba a salir del mar.
Las sombras dieron su último consejo a Taguaro y corrieron a ocultarse en cuevas y barrancos. Mientras, el joven guaire, en un titánico esfuerzo, descargaba del camello el tronco de drago relleno de nieve y cubierto con la piel de cabra, se lo cargaba al hombro y se internaba en el bosque. Como siempre, la primera mirada de Magel fue para las altas cumbres donde guardaba su blanco tesoro de nieve. Furioso comprobó que ésta faltaba, apartó las nubes que le rodeaban y ascendió raudo buscando al osado que se había atrevido a apoderarse de ella. Pronto descubrió a Taguaro que enterraba bajo un árbol lo que le pareció un animal acabado de sacrificar; Magel lo despreció; él lo que buscaba era la nieve de las cumbres. Corrió de un lado a otro lanzando dardos de fuego, resquebrajando las piedras, abriendo hendiduras y barrancos. Uno de estos dardos alcanzó de lleno al camello que había llevado Taguaro el cual quedó petrificado como muda estatua de piedra que aún hoy nos recuerda la cólera de Magel. De pronto, a los oídos del dios de oro llegó la risa triunfante de Taguaro y al mirar al bosque donde estaba el guerrero vio con asombro que las negras flores se habían vuelto blancas como la nieve de las cumbres. Magel ocultó su derrota tras una nube y se alejó lentamente jurándose tomar cumplida venganza de aquel hombre que le había vencido.
Cuando Arima vio su bosque como lo había soñado, sintió latir más aprisa su corazón. El amor de Taguaro había hecho el milagro y los ojos de la joven se apartaron de la blancura de las flores buscando la figura del guerrero.
Al llegar las fiestas del Beñesmén, Arima y Taguaro se unían en matrimonio mientras se celebraban alegres danzas, se realizaban nobles luchas de destreza, corría el charcerquén y humeaban las hogueras donde se guisaba en leche el cabrito.
Ese fue el día elegido por Magel para vengarse de la derrota que le infligiera Taguaro. El dios de oro habló con el viento y lo ganó para su causa. Así, en el momento en que era mayor la alegría, Magel lanzó sus saetas de fuego contra el bosque de flores blancas, mientras el viento, soplando fuertemente, las arrancaba. En un momento quedaron los árboles despojados de sus bellas flores que, caídas en el suelo, agostaba rápidamente el Sol volviéndolas amarillas y secas. El viento sopló por última vez y arrastró aquellas flores que habían sido, por unos días, la realidad del sueño de Arima, mientras en lo alto, Magel reía satisfecho de su victoria sobre el hombre que había osado desafiarle.
Cesaron las risas, los cantos y los bailes y todos los ojos quedaron fijos en Taguaro. El joven guaire sonrió y adelantándose se acercó a uno de los árboles y le tendió sus brazos. El árbol sacudió una rama y unos extraños frutos cayeron en manos del guerrero que sonriente volvió al lado de su esposa y se los entregó.
— Toma, Arima. Mira estos frutos que te dirán mejor que nadie que el amor de Taguaro es más fuerte que la cólera de Magel. Arima contempló frutos suaves y vellosos como la piel con que Taguaro cubriera un día el tronco de drago en el cual en cerró la nieve. Luego despojó a uno de ellos de la piel y ante sus ojos apareció un pequeño trozo de madera que, al ser abierto, ofreció el tesoro que guardaba: una gota de nieve blanca y olorosa.
Y dice la leyenda que desde entonces, todos los años se repite el milagro que el amor de Taguaro por Arima hizo realidad: los almendros de Tejeda florecen y dan su fruto blanco como la nieve de las altas cumbres, cubiertos por una piel suave y encerrados en un pequeño tronco de madera.
Y el que mira desde cualquier vuelta del camino los bosques de árboles repletos de flores blancas, puede ver también la figura de piedra del camello que ayudó a Taguaro a bajar la nieve de las cumbres, así como a las sombras que fueron sus consejeras, jugar por entre las montañas.