Viajes de 1 día desde la ciudad de México

Viajes de 1 día desde la ciudad de México Un testimonio a aquel libro que me dio el gusto de salir a conocer la ciudad de México y sus alrededores....

En esta pagina se dará a conocer varios lugares interesantes, calles museos, iglesias, restaurantes, así como costos, ho...
16/01/2022

En esta pagina se dará a conocer varios lugares interesantes, calles museos, iglesias, restaurantes, así como costos, horarios y ubicación.

Se anexara cartelera en caso de que haya algún evento así como la fecha de inicio y terminación.

Se aceptan sugerencias para esto dicho sea es con el único fin de conocer lugares desde la ciudad de México y sus alrededores.

16/01/2022
El predio donde se levanta el actual Museo de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público está erigido sobre el basament...
14/05/2017

El predio donde se levanta el actual Museo de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público está erigido sobre el basamento de la pirámide de Tecaztlipoca, dios protector de los guerreros, señor del inframundo, omnipresente, entre otros de sus atributos. El primer obispo de la Nueva España Fray Juan de Zumárraga, nombrado arzobispo en 1547, escogió este sitio para fijar en él su residencia. A lo largo de la colonia, la modesta construcción original fue transformándose, siguiendo los más diversos estilos de la arquitectura novohispana. Alcanzó sus dimensiones y majestuosidad de Palacio en el siglo XVIII, características que permanecen hasta nuestros días. Su estructura está compuesta de corredores que rodean el patio principal, con sus pilares labrados en cantera, decorados con pilastras toscanas planas en sus dos caras y elegantes arcos rebajados que delimitan el espacio interior, donde encontramos dos hermosos patios con sus fuentes. La fachada está coronada por arcos invertidos con pináculos, balcones en la planta alta y una portada custodiada por estípites.

La esencia cultural de estos grupos antiguos y contemporáneos cohabita dentro del Museo Nacional de las Culturas, que se...
13/05/2017

La esencia cultural de estos grupos antiguos y contemporáneos cohabita dentro del Museo Nacional de las Culturas, que se encuentra en un edificio de relevancia histórica.
El inmueble fue construido por Miguel Martínez entre 1570 y 1572, como sede de la Casa de Moneda. Entre 1853 y 1863 albergó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

El 6 de julio de 1866, Maximiliano de Habsburgo, inauguró el Museo Público de Historia Natural, Arqueología e Historia. Tras el traslado de la sección de Historia Natural al pabellón del Chopo en 1910, Don Porfirio Díaz cortó el listón del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, como parte de los festejos del centenario de la Independencia, que exhibía piezas como la Piedra del Sol y la Coatlicue, mismas que posteriormente fueron distribuidas en dos museos nacionales: el de Historia y el de Antropología, en Chapultepec.

En 1931, el edificio es declarado Monumento Histórico y en 1938 el pintor Rufino Tamayo plasma el mural La Revolución en el muro del vestíbulo.
El 4 de diciembre de 1965 se crea el museo Nacional de las Culturas. El primer director del museo fue Julio César Olivé, con la subdirección a cargo de Beatriz Barba de Piña Chan. En 2007, el museo comenzó una larga etapa de reestructuración arquitectónica y museográfica que aún no ha concluido.

En sus salas se muestran objetos de origen internacional reunidos en función de mostrar diferentes formas de vida, valores, costumbres y creencias que permiten al visitante comprender la diversidad cultural del mundo.

Por medio de Fray Pedro de San Hilarión, las monjas solicitaron la amistad de Luis de Ribera. Y no pudieron haber establ...
13/05/2017

Por medio de Fray Pedro de San Hilarión, las monjas solicitaron la amistad de Luis de Ribera. Y no pudieron haber establecido mejor vínculo, pues Fray Pedro gozaba con el fervor religioso y el deseo de propaganda, además de haber venido de fundador de su orden a México y haber sido 27 años continuos Prelado en diversas fundaciones, por lo cual no le era desconocido el camino a emprender. Al fin, Luis de Ribera pudo entrevistarse con las religiosas y éstas aprovecharon la ocasión para pedirle que las ayudara y exigirle que jurara una promesa, y él la concedió. La promesa era la de tenerlas como sus fundadoras, pero recelando al mismo tiempo que por su edad avanzada y poca salud no pudiera ser capaz de cumplirles su deseo. Con esto en mente, las monjas se adelantaron hasta pedirle que en su testamento las nombrase fundadoras y les dejase en herencia el convento. Luis de Ribera aceptó tales requerimientos pero postergó los trámites necesarios. Al morir, en su testamento hecho con anterioridad , se nombraba como su albacea al Arzobispo de México, el cual tenía todas las facultades para llevar adelante la fundación. La muerte del arzobispo trajo a otro sucesor, y éste al igual que el pasado, postergó cualquier comienzo de las obras de las monjas, poniendo como pretexto que lo comenzaría hasta verse Virrey. A pesar de las súplicas y de la insistencia de las religiosas, la promesa que algún día hiciera Luis de Ribera no se vio consumada. La muerte de este último arzobispo convertido en virrey al poco tiempo, trajo a un nuevo personaje a su puesto y con él a Doña María de Riedrer, su esposa. Esta señora tenía particular afecto por las monjas carmelitas pues vivió con ellas tres meses en España, así que cuando supo que no las había en México, se extrañó y procuró que se llevase acabo la proyectada y postergada fundación.

Fue así, que las casas de Luis de Ribera situadas al costado del Palacio Arzobispal fueron tomadas. Tales hogares se encontraban divididos en viviendas ocupadas por diversas familias, las cuales fueron desalojadas. Inmediatamente puso el Arzobispo en conocimiento del Virrey el haber tomado posesión de las casas y la resolución de comenzar la obra al día siguiente. Sin embargo, el Virrey comenzó una estricta prohibición de que se fundasen conventos sin que hubiese antes un fondo bastante para su manutención, así que mando a detener la obra que se proyectaba por no contarse para ella sino con limosnas contingentes.

Por otra parte, mientras este pleito tenía lugar, uno nuevo atacaba a las monjas: sus similares, las monjas carmelitas descalzas del convento de Puebla, fundado pocos años antes, juzgaron inconveniente que no fuesen ellas las que fundaran este nuevo convento de su orden. A pesar de esta nueva amenaza, Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación se limitaron a no reconocer la queja de las otras. Tal actitud inquietó a las de Puebla y para cuando el convento concluyó sus obras, insistieron en que se les entregase, exponiendo su solicitud en una carta de más de veinte hojas.

La obra finalmente pudo comenzar y no escaseaban las limosnas y se proseguía con empeño. El Virrey se rehusaba a consentir la fundación del convento y exigía para ello una gran cantidad de dinero. Las monjas no se desalentaron por tal exigencia y trataron de conseguir el dinero con el hermano de una de ellas. La encuesta fue dura, pues no lograron reunir la cantidad requerida, pero en lugar de aquello lograron una limosna bastante generosa y regalos para la iglesia.

La obra continuó con rapidez, y al cabo de ocho meses se pensó en recibir a las monjas en el claustro, aunque con bastante incomodidad, pues aunque había algunas celdas, no eran habitables. Aun así, las dos fundadoras, con sus novicias, durmieron algunos meses junto al coro bajo. El templo y el monasterio, fueron construidos gradualmente desde los primeros años del siglo XVII y se señaló el día primero de Marzo de 1616 para abrir las puertas del convento de Santa Teresa. Sin embargo, dada la rapidez de las obras y las ansias por habitarlo el lugar no ofrecía comodidad a las monjas, ni prometía larga duración. Fue solamente hasta mediados del siglo XVII que el capitán D. Esteban de Molina puso manos a la obra, y básicamente el medio monetario, para reedificar la habitación de las religiosas teresas, y para construir un nuevo templo que, concluido, se dedicó el día 11 de septiembre del año 1784 a su reinauguración. De 1678 a 1684 cobró la fisonomía barroca que conserva hasta nuestros días, y en el que prevalece un diseño austero acorde con la filosofía de la orden de religiosas de las Carmelitas Descalzas que lo habitaron.

Conocido como convento de San José o Ex Templo de Santa Teresa la Antigua –ubicado en la calle de Licenciado Primo de Ve...
13/05/2017

Conocido como convento de San José o Ex Templo de Santa Teresa la Antigua –ubicado en la calle de Licenciado Primo de Verdad no. 8, entre Palacio Nacional y Templo Mayor en el Centro Histórico de la Ciudad de México- para la mayoría de las personas, este recinto fue llamado en su época convento de San José de Carmelitas Descalzas. La fundación de este lugar se debió en su mayoría al fervor religioso de dos monjas de Jesús María: Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación. Ambas monjas fueron muy entregadas a la oración mental y a la penitencia. También, las dos anhelaban reglas religiosas mucho más severas que aquellas establecidas por las monjas concepcionistas. Además de esto, ambas religiosas buscaban un lugar aparte de los conventos grandes, poblados de muchas monjas servidas de criadas; un lugar donde imperara la quietud y el silencio de la recolección.

Teniendo esto en mente, Inés de la Cruz y Mariana de la Encarnación se dieron a la lectura de las obras de Santa Teresa y se encendió en ellas el deseo de fundar un convento de carmelitas descalzas, donde pudiesen dar desahogo a sus inclinaciones. Sin embargo, la falta de medios para conseguirlo las detenía totalmente.

El rescate de un inmueble histórico no sólo significa la consolidación de sus muros, sino también el conocimiento de su ...
04/05/2017

El rescate de un inmueble histórico no sólo significa la consolidación de sus muros, sino también el conocimiento de su historia, que no se limita a una relación de fechas y nombres de personajes ya olvidados. Los documentos históricos narran la vida de sus dueños, de sus habitantes y de sus etapas constructivas que explican la formación de la edificación y el espacio urbano. La casa que desde las dos últimas décadas del siglo XVI hasta 1860 fue reconocida como propiedad de la familia y el mayorazgo Nava Chávez, ahora es conocida como “Casa de las Ajaracas”. Ésta se ubicaba en la esquina de las calles de Guatemala y Argentina en el centro histórico de la Ciudad de México y forma parte de una serie de casonas virreinales que, aunque incompletas, han logrado conservarse porque sobresalen por sus valores arquitectónicos. El término “ajaraca” se debe a la ornamentación de la fachada elaborada con yeso y cuyo patrón geométrico está basado en las denominadas lacerías de ocho utilizadas en los artesonados de influencia mudéjar. El análisis de esta propiedad permite recordar las transformaciones arquitectónicas y urbanísticas de la ciudad desde el virreinato

La arqueología urbana siempre nos reserva grandes sorpresas, máxime en la ciudad de México, cuyo Centro Histórico se lev...
04/05/2017

La arqueología urbana siempre nos reserva grandes sorpresas, máxime en la ciudad de México, cuyo Centro Histórico se levanta directamente sobre los sucesivos restos de la metrópoli colonial más pujante del continente americano, de la capital del imperio mexica y de un modesto pero muy interesante asentamiento de la fase Tollan. El hallazgo más reciente realizado en este escenario ocurrió apenas el 2 de octubre de 2006 y se erige desde ahora como un hito en la historia de nuestra disciplina.

El descubrimiento tuvo lugar justo frente a las ruinas del Templo Mayor, cuando el equipo del arqueólogo Álvaro Barrera exploraba el predio que ocupó la Casa de las Ajaracas, en la intersección de las calles de Guatemala y Argentina. En esa memorable fecha, Gabino López Arenas, Alicia Islas, Alberto Díez Barroso y Ulises Lina –todos ellos integrantes del Programa de Arqueología Urbana (PAU) del INAH– detectaron in situ un monolito aún más grande que la escultura discoidal de la diosa Coyolxauhqui, ubicada por cierto a corta distancia hacia el sureste. El nuevo monolito es una impresionante lápida cuadrangular de 3.57 m en sentido norte-sur, 4 m en dirección este-oeste y un espesor máximo de 38 cm. La cara superior de este monumento de andesita de lamprobolita está esculpida en relieve, estucada parcialmente y policromada con rojo, ocre, blanco, azul y negro. Tras semanas de excavación y gracias a la cuidadosa limpieza emprendida por los restauradores Virginia Pimentel, Ximena Rojas, Carlos del Olmo y José Vázquez, quedó expuesta la imagen de una divinidad que nos daremos a la tarea de analizar en las siguientes líneas, esto a la luz de los documentos históricos, las pictografías y el arte escultórico mexica.



La identificación de la diosa



El 3 de octubre por la mañana, cuando asistimos al lugar del descubrimiento, la totalidad del costado oriental del monolito emergía del perfil poniente de la excavación. Nos percatamos en ese momento que el relieve no sólo era muy profundo –de hasta 18 cm–, sino que seguía un patrón bilateral: se percibían siete elementos rectangulares al centro de la piedra y cinco elementos redondeados a cada lado, uno de los cuales estaba separado de los cuatro restantes. Al considerar los cánones propios de la plástica mexica, dedujimos que la escultura era muy probablemente la representación frontal o dorsal de una divinidad. Al día siguiente, revisamos parte del rico corpus escultórico de esta civilización, llegando así a la conclusión de que los rectángulos centrales correspondían a los caracoles Oliva que rematan la divisa dorsal llamada por Eduard Seler –quizás de manera no muy atinada— citlalicue (“falda de estrellas”) y de que los elementos redondeados eran diez filosas uñas pertenecientes a dos garras abiertas. Fue grande la emoción que nos invadió, pues esto quería decir que se trataba de la figura de una diosa telúrica y nocturna. Aunque eran varias las candidatas pertenecientes a este grupo de divinidades denominadas genéricamente tzitzimime, pensamos que muy probablemente se trataría de Tlaltecuhtli (“Señor/Señora de la Tierra”), tomando en cuenta la existencia de más de 40 esculturas de este ser sobrenatural que dio origen con su cuerpo al cielo y al inframundo. Las semanas avanzaron y, conforme el equipo del PAU iba exhumando el monolito, pudimos afinar nuestras ideas en torno a esta identificación.



Moctezuma, Eduardo Matos, y Leonardo López Luján, “La diosa Tlaltecuhtli de la Casa de las Ajaracas y el rey Ahuítzotl”, Arqueología Mexicana núm. 83, pp. 23-29.



• Eduardo Matos Moctezuma. Maestro en ciencias antropológicas por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Profesor emérito del INAH y miembro de El Colegio Nacional. Coordinador general del Proyecto Templo Mayor y del Programa de Arqueología Urbana.

• Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Université de Paris X-Nanterre. Investigador del Museo del Templo Mayor. Miembro del Proyecto Templo Mayor desde 1980, director del mismo proyecto desde 1991 y asesor del Programa de Arqueología Urbana.

En 1596 el Quemadero de la Santa Inquisición se instaló en el límite poniente del parque, en la plazoleta de San Diego, ...
23/03/2017

En 1596 el Quemadero de la Santa Inquisición se instaló en el límite poniente del parque, en la plazoleta de San Diego, (lo que hoy es la calle de Doctor Mora). Su estructura permaneció en pie hasta mediados del siglo XVIII, aunque en ese momento ya estaba en desuso. Ahí eran condenados a muerte ateos, judíos o cualquier persona que no fuera conveniente para el régimen.
En dicho lugar se encuentra una placa que hace referencia.

El Palacio de MineríaEl Palacio de Minería constituye la obra maestra del neoclasicismo en América. Planeado y construid...
12/02/2017

El Palacio de Minería

El Palacio de Minería constituye la obra maestra del neoclasicismo en América. Planeado y construido de 1797 a 1813 por el escultor y arquitecto valenciano Manuel Tolsá para albergar al Real Seminario de Minería, a fin de formar académicos especialistas en la explotación de minas.

Se encuentra en la Ciudad de México en la calle de Tacuba frente a la Plaza Manuel Tolsá, inaugurada en 1979 con la colocación de la escultura ecuestre de Carlos IV conocida como"El Caballito", pieza elaborada por este gran artista.

El majestuoso monumento de elegancia de formas y exactitud de proporciones en el que se conjugan luz, espacio y funcionalidad, es una de las construcciones más relevantes dentro de la arquitectura mexicana; forma parte del patrimonio artístico y cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México y se encuentra bajo el resguardo de la Facultad de Ingeniería.

Aloja a diferentes instancias de la propia Facultad como la División de Educación Continua y a Distancia (DECD), el Acervo Histórico, el Centro de Información y Documentación "Ing. Bruno Mascanzoni", además de áreas administrativas, así como a diferentes agrupaciones gremiales entre las que se encuentran la de Exalumnos de la Facultad de Ingeniería (SEFI), el Colegio de Ingenieros Petroleros de México y la Academia Mexicana de Ingeniería.

Forman parte de su arquitectura: la extraordinaria Antigua Capilla, el Salón de Actos, el Salón del Rector, el Salón del Director, la Galería de Rectores y la Biblioteca, conservándose en algunos de ellos ejemplos de magnífica pintura mural (S. XIX); y el recientemente creado Museo de homenaje a Manuel Tolsá en el que es posible contemplar obras del artista valenciano y de personajes de su época. A estos recintos se suman cinco patios; el principal en dos cuerpos, enmarcado con arcos, bellas pilastras y singulares columnas, da acceso a una señorial escalera.

Historia de la Catedral de México Las catedrales imponen el sentimiento de la confianza, de la seguridad, de la paz; ¿có...
12/02/2017

Historia de la Catedral de México

Las catedrales imponen el sentimiento de la confianza, de la seguridad, de la paz; ¿cómo? Por la armonía.2 Así se expresa uno de los más grandes artistas de nuestra época: Rodin. Sus palabras sugieren un mundo de ideas acerca de estas grandes creaciones. La catedral y la confianza. La confianza surge de un monumento que nos acoge con la más amplia de las benevolencias, que nos brinda en sus naves anchurosas la tranquilidad, el reposo, el bienestar que sólo pueden conseguirse cuando las obras humanas han logrado equipararse a las grandes obras de Dios. La seguridad nos tranquiliza por la fuerza que esos edificios implican en su construcción titánica, que nos parece obra de siglos, que nos imaginamos producto de esfuerzos de gigante. El poder destructor de los años, sumándose a la furia que a veces enloquece a los hombres, no han podido derribar estas enormes construcciones del esfuerzo humano; por eso nos sugieren seguridad absoluta. La paz.

Encontramos en la catedral la expresión máxima de la paz porque el magno monumento se abre, para recibirnos siempre con un espíritu de bondad, de misericordia hacia nuestras flaquezas, de reconciliación con los principios del bien. La catedral, santuario máximo de Dios, no puede albergar sino la paz. La paz, ese don de las almas privilegiadas que han sabido equilibrar en sí mismas la vida externa, mundanal y pasajera, con la esperanza de una vida sin límite, sin asechanzas, sin dolores. Dice Rodin que estas ideas surgen por la armonía. Es que la armonía es el principio fundamental de toda arquitectura, así sea en las obras más arcaicas y primitivas, como en las más modernas y audaces. La armonía debe imperar como ley en todo monumento arquitectónico digno de ser así llamado. La armonía de la catedral se encuentra en su plano sobriamente trazado, en forma de cruz inscrita en un rectángulo y limitado por capillas en la periferia. Las dos grandes torres son como atalayas que vigilan los contornos del edificio. La nave central parece destinada a los escogidos. En las naves procesionales los fieles se acurrucan en muchedumbre. El altar de los Reyes preserva un sitio al gobernante que debe representar a Dios en la tierra. El crucero sirve de desahogo al interior y, en el centro, la cúpula vuela como una imagen anticipada de la gloria eterna. Tal es el esquema la estructura de, una catedral. El equilibrio entre las partes y el todo, el engace que llamaban los viejos arquitectos; la armonía entre esas mismas partes, sostenida por las sabias proporciones, produce ese sentimiento de reposo espiritual que hace del monumento la creación más intensa y más fecunda de toda la arquitectura eclesiástica.

Para el arte de las colonias españolas de América, la construcción de las grandes catedrales significa la máxima altura a que podía llegar el esfuerzo arquitectónico de cada país, a, la vez que la expresión del criterio artístico más ortodoxo, más apegado a las formas europeas. La primera gran catedral de América, la de Santo Domingo, fue comenzada en 1515 por el arquitecto Alonso Rodríguez, maestro mayor que había sido de la catedral de Sevilla, según lo afirma Llaguno.3 Hoy la critica niega que Alonso Rodríguez haya pasado a América; parece que fue un convenio que no se llevó a cabo. Sea como fuere, el templo nos muestra un interior gótico de tres naves, cubiertas con bóvedas de crucería sostenidas por gruesas columnas. Las nervaduras penetran directamente en el fuste, pues no existe capitel: apenas un anillo de pomas marca el límite; todo ello es característica de la arquitectura del siglo XV. En el exterior vemos dos portadas: una aparece reciamente fortificada, en tanto que la otra, de pleno Renacimiento, pone un destello de gracia en la vetustez del edificio.

La primera gran catedral de la Nueva España fue -aparte del enorme esfuerzo de don Vasco de Quiroga lastimosamente fracasado para construir una gran catedral en Pátzcuaro4 - la de Mérida de Yucatán, concluida por Juan Miguel de Agüero, arquitecto al parecer montañés, después de reconocida la fábrica con Gregorio de la Torre, entre los años de 1574 y 1578. "En atención a los buenos servicios que contrajo en esta obra y en la fortificación de la Habana de donde se le ordenó pasase a Mérida, el Gobernador de Mérida de Yucatán le concedió la asignación anual de doscientos pesos de oro de minas, doscientas fanegas de maíz y cuatrocientas gallinas."5 La conclusión de esta catedral tuvo lugar en 1598, como podía leerse en la inscripción que aparecía en el anillo de la cúpula.6 La catedral de Mérida olvida el sistema ojival de bóvedas con nervaduras, para cubrir sus tramos con bóvedas decoradas con casetas ajedrezadas, es decir, ya en espíritu de pleno Renacimiento. Su exterior, desgraciadamente, no fue concluido conforme a los planos del arquitecto primitivo.7

La catedral de Puebla fue comenzada un poco después que la de México; pero su conclusión tuvo lugar antes, gracias a la actividad y energía de aquel hombre extraordinario que se llamó don Juan de Palafox y Mendoza. Su arquitecto, Francisco Becerra, había proyectado una gran iglesia de tipo salón, como la actual catedral de Cuzco, en el Perú, en la que sin duda intervino el mismo maestro.8 Sin embargo, cuando el señor Palafox reanudó la obra, la Catedral de México iba tan adelantada en su fábrica que influyó sobre su hermana de Puebla y así la nave central, que era de la misma altura de las colaterales como en todas las iglesias de tipo salón, fue levantada como en la de México. Por eso ambas catedrales parecen gemelas. No obstante, el hecho de que la catedral de Puebla fuese terminada en el relativamente corto período de tiempo que gobernó la mitra poblana el señor Palafox, hace que el edificio presente un estilo más homogéneo que el de la Catedral de México en su exterior. Ese estilo es mucho más cercano al desornamentado de Juan de Herrera. Parte hay en el templo, como las torres, que, salvo los remates barrocos de ladrillo y azulejo, que son muy posteriores, recuerdan vivamente el Escorial.
La Catedral de México resume en si misma todo el arte de la Colonia. Su construcción tardó casi tres siglos, de manera que en ella se compendian todos los estilos, desde las bóvedas ojivales de sus primeros tiempos, el severo herreriano de sus portadas del lado del norte, de las de la sala capitular y la sacristía, hasta el neoclásico de Ortiz de Castro y el Luis XVI de Tolsá, pasando por el barroco de las demás portadas y el churrigueresco coruscante del altar de los Reyes. Acontece en ella lo mismo que en sus grandes hermanas españolas cada época le imprime un tono en el estilo que impera. Lo admirable es haber conseguido la unidad dentro de lo diverso; unidad espiritual si se quiere, ya que no visual, pero al fin unidad. No podemos menos de pensar que aquellos hombres, que sentían el arte de modo diverso de como lo habían sentido sus antecesores, obraban inspirados por un mismo espíritu, aunque el resultado de su creación fuese distinto. Por eso sería absurdo pretender artificialmente que el templo regresase a una unidad estilística que nunca tuvo. Debemos respetarlo en su variedad pintoresca de estilos. Sólo cuando los agregados son de nula calidad o de escaso valor artístico, es permitido suprimirlos para buscar una mayor armonía.

La Catedral de México representa, como las demás catedrales de América, la continuación de la serie magnífica de catedrales españolas. Su parentesco no es simplemente el que implica una semejanza de conjunto. Viene de más hondas raíces: al ser construida, sus autores tuvieron presentes las catedrales españolas que habían sido edificadas antes. La idea primordial fue construir una catedral semejante a la de Sevilla y aun parece que el templo fue trazado así, pero tan loca ambición por grandiosa, era desproporcionado: el arzobispo Montúfar hubo de contentarse con edificar un templo semejante a la catedral nueva de Salamanca o la de Segovia. Su estructura es muy parecida a la de estos últimos templos, pero también influyó no poco la de Jaén.9

Desde el punto de vista social, la historia de la Catedral de México nos enseña cómo las grandes creaciones son obra en este país del esfuerzo personal, a la inversa de las viejas catedrales europeas, nacidas, como lo prueba Violet-Le-Duc, del esfuerzo del pueblo coligado con la clerecía y el poder regio contra el feudalismo. La Catedral de México debe su existencia a determinadas personas: los arzobispos que se dieron cuenta de la necesidad de la obra y la solicitaron con toda energía; los reyes de España que ordenaron su construcción; los virreyes que pusieron en obedecer el mismo entusiasmo que en crear y los artífices que levantaron el edificio muchas veces con su propia sangre. Estas voluntades, ideas fuerza de la obra, eran fecundadas y servidas por los maestros, los aparejadores y los millares de indígenas que, a veces contra su voluntad, a veces de buena gana, consagraron su esfuerzo a la fábrica material del templo. La sociedad mexicana puede decirse que en aquella época, a mediados del siglo XVI, aún no existía. La Colonia era un campamento de guerreros y la iglesia viene a sumar sus esfuerzos evangelizadores a la situación aún militar y bélica del momento. Buena prueba de ello son los grandes templos fortalezas que se construyen hacia esa época, algunos con una estrategia militar tan perfecta como el de San Francisco en Tepeaca, que parece, más que iglesia, castillo. Hábil idea política fue la del primer virrey don Antonio de Mendoza, que hizo que, en vez de construir fortalezas en cada pueblo, se levantasen templos fortificados: así, los indios no sentían el yugo del conquistador; era en el mismo seno de la iglesia que los protegía y les daba el alimento espiritual donde existía el símbolo guerrero de la dominación, en las almenas, pasos de ronda y garitones que lo coronaban; pero, a la vez, de protección contra los indios aún rebeldes. Al transcurrir de los años la obra de la Catedral se impone como una necesidad latente, a la cual hay que consagrar todo el esfuerzo. Y no faltaron contradictores a la obra: toda obra grandiosa suscita rivalidades; mientras más grandiosa es, mayores son éstas, como lo prueba el magno proyecto de don Vasco de Quiroga para su catedral de Pátzcuaro. La fuerza de voluntad de quienes se consideraban obligados a llevar adelante la obra venció todas las dificultades, y así pudo desarrollarse lentamente, sin más interrupciones que las necesarias: los años de hambre o cuando la inundación asolaba terriblemente a la capital.

Naturalmente, la edificación exigió enormes cantidades de indios y no siempre se les trató con la justicia debida. Los frailes, siempre protectores de sus neófitos, elevaron más de una ocasión su protesta contra la obra. Puede haber habido en el fondo cierta rivalidad hacia una iglesia que tal vez juzgaban innecesaria, puesto que ellos tenían numerosas iglesias conventuales, pero no debe dejar de mencionarse el hecho para justicia de unos como para desdoro de otros. Así, aunque con palpable exageración, fray Jerónimo de Mendieta escribía en 1592: "Mas si a la iglesia mayor dé México le bastan para entender en su edificio ciento o doscientos indios, ¿por qué han de llevar allí millares de ellos con tanta violencia y pesadumbre para darlos el repartidor a quien se le antojaré (o a quien el virrey lo mandare)?".10 Es evidente que fray Jerónimo se ofusca cuando afirma que semejante obra podía ser construida con cien o doscientos indios, pero no podemos menos de alabar su celo cuando se queja con toda justicia de que los indios destinados a la Catedral eran enviados a otras obras.

El esfuerzo de los virreyes que concluyeron la Catedral demuestra que casi era el asunto más importante que en su gobierno desarrollaban. Verdadera emulación surge entre los gobernantes de Nueva España para ver quién cerraba más bóvedas de la naciente Catedral. En verdad puede afirmarse que, en la historia que va a leerse, cada piedra lleva inscrito un nombre.

Debemos considerar ahora el significado de la Catedral desde el punto de vista religioso. Cuando se erigen los obispados de Nueva España se encuentra ésta, en lo que a religión toca, bajo el dominio exclusivo de las órdenes religiosas. Los apostólicos franciscanos, los dominicos, los agustinos se han repartido el país para evangelizar a los indios y administrar los sacramentos. Cada convento es una parroquia y los frailes gozan de prerrogativas especiales, concedidas envista de la necesidad por los Papas, para la administración parroquias, sin tener que dar cuenta a ningún obispo. La obra de los misioneros está ya definitivamente juzgada.11

Aquellos hombres heroicos no vacilaron muchas veces en afrontar el martirio para propagar la fe de Cristo entre los indios indómitos; pero otros, más heroicos quizás, interpusieron sus débiles armas entre la tiranía feroz de conquistadores y encomenderos y la debilidad vencida de los indios. Mas es indudable que, una vez consumada la conquista, incorporado el nuevo país a la cultura de occidente, así en sus manifestaciones del pensamiento como del espíritu, era necesario que la organización religiosa se encontrase en consonancia con la organización del clero secular europeo.

Que no hubo la menor intención por parte de los reyes de España de perjudicar a los frailes, así en su obra como en su instituto, nos lo demuestra el hecho de que los primeros obispos fueron escogidos entre miembros de las órdenes mendicantes. Don fray Juan de Zumárraga, varón extraordinario, primer obispo y arzobispo de México, fue franciscano. Y que no solo aprovechaba las actividades de sus hermanos de hábito, sino que existía una colaboración intima entre los franciscanos y la mitra, se puede demostrar con múltiples hechos.

A este primer periodo de colaboración mutua entre prelados y frailes sigue una época en que, por incomprensión de algunos o por intolerancia de otros, no reina ya semejante armonía. El carácter enérgico del señor Montúfar, que tuvo que obrar con rectitud para corregir los males que invadían a la Colonia; los privilegios concedidos por el Vaticano o el rey a los frailes, siempre en vigor, aunque en demérito muchas veces de la autoridad episcopal, produjeron choques inevitables. La culpa quizás no haya sido de los mismos actores, sino más bien de las autoridades que no supieron armonizar la obra de los frailes con las necesidades de los obispos y su régimen perfectamente organizado. Los privilegios concedidos a aquéllos, que bien merecidos los tenían, eran causa, a veces, de que, espiritualmente, fuesen mucho más poderosos que los obispos porque los indios, agradecidos por el bien que les habían otorgado desde un principio, se declaraban sin discusión partidarios de los frailes y de sus conventos y enemigos de los clérigos.

Llegó un momento, cuando la evangelización puede decirse que había terminado en el núcleo del país y sólo era necesaria en las regiones más lejanas, en que se imponía una modificación a la organización eclesiástica de la Nueva España; los frailes deberían volver a su vida contemplativa, propiamente monástica, con su clausura, y dejar la administración de las parroquias a los señores obispos que designaban sus clérigos. Tal hecho fue convirtiéndose en realidad paulatinamente, pero por desgracia no fue implantado siempre en una forma pacífica y amistosa, sino que hubo choques lamentables, y los señores obispos, fundándose en el derecho indudablemente, se excedieron un tanto en la secularización de las parroquias. Para el siglo XVIII esta secularización es completa; las órdenes religiosas se encuentran en decadencia en tanto que los obispados florecen, cada vez mejor organizados. Parece que aquel esfuerzo heroico de los frailes para arrebatar del mal a las, almas de los indios, era lo que les daba la grandeza, la energía y el espíritu que tanto admiramos en ellos durante el siglo XVI. Continúa la evangelización; todavía hay hombres que sufren el martirio por propagar la fe de Cristo más allá de las fronteras habituales de la Nueva España. Su labor, desde el punto de vista del espíritu y de la religión, es no menos grandiosa, pero los tiempos habían cambiado los países en que trabajaban eran de suma pobreza y, así, no puede compararse nunca la obra extraordinaria de los frailes en la Nueva España durante el siglo XVI, con la que produce esta evangelización posterior, no menos santa, pero sí mucho menos creadora en lo que al arte se refiere.

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