04/03/2020
LA CAJA AZUL DE LA IZTACCIHUATL
El amor de un padre a 4,300 metros. Stacey, la niña del Iztaccíhuatl
•La historia de esta joven canadiense es una lección de amor filial con algo de la magia de la montaña-mujer más famosa de México; desde hace 18 años la cajita azul es leyenda.
Quien haya subido al Iztaccíhuatl por la ruta de Los Pies, la más popular desde que La Mujer Dormida comenzara a perder su cobija de nieve, habrá encontrado en el punto conocido como Segundo Portillo una cajita azul. Podría decirse que no está muy arriba, a unos 4 mil 300 metros sobre el nivel del mar, que son apenas 350 metros más que el punto de partida y casi mil metros más abajo del Pecho, la cima principal de esa silueta de mujer tendida que ya rara vez es blanca. Es posible que, atraído por la llamada de la cima, uno no haya prestado atención a la cajita más allá de preguntarse brevemente qué hace allí, en la roca atornillado, ese azul pedazo de cielo.
Un día de noviembre de 1996, un hombre flaco y cuarentón de piel blanca y ojos claros se acercó al punto donde se inicia el ascenso, un paraje que llaman La Joya, y se encontró a Miguel Ángel Cortés. Aquél hombre traía en sus manos un libro, y la tapa y contratapa eran la imagen de una niña sobre una roca alzando las manos al sol. Con un gesto sombrío, preguntó en inglés a Miguel Ángel dónde estaba tomada aquella foto. Al principio Miguel Ángel no supo. Luego, el hombre contó que la foto estaba tomada en algún lugar del Mount Ixta en el invierno de 1994. Miguel Ángel la examinó mejor, descubrió en ella la silueta de la roca del Fraile y con esa referencia determinó la piedra sobre la que la chica de la foto estaba parada. Cuando lo supo, Ned Levitt, un abogado judío-canadiense, se echó a llorar como un bebé.
EXTASIADA POR LA MONTAÑA
Stacey Levitt era deportista. El 30 de agosto de 1995 acabada de cumplir 18 años. Se ejercitaba por las calles de Ontario, su ciudad natal, cuando un camión le pasó por encima y ya no cumplió más. Murió muy lejos del Iztaccíhuatl, la montaña que había conocido en marzo de 1994 durante un intercambio escolar. Extasiada, dejó escrito en su diario que nada le era más necesario que llegar a esa cumbre. A su muerte, faltaban cuatro meses para un nuevo mes de marzo, cuando había prometido volver.
Miguel Ángel cuenta que aquel día otoño de 1996 se cumplía poco más de un año de que Levitt perdiera a su hija. Su mujer y sus otras hijas convivían con la ausencia de Stacey, pero él aún no asumía la pérdida. Miguel Ángel entendió pronto por lo que estaba pasando. Para llegar a donde estaba, Levitt había contratado a cuatro jóvenes de una agencia de aventura y había venido con ellos desde Toronto. Su propósito era escalar la montaña en homenaje a Stacey y dejar allí un recuerdo suyo. Para ello había compilado una serie de poemas que ella había estado escribiendo desde que tenía nueve años y los había publicado en una edición privada. En su intento por dar sentido a aquella muerte, Levitt pensó que los dejaría en algún lugar de la montaña para que todo el mundo pudiera leerlos y recordar a Stacey.
Levitt pudo haber encontrado ese día a otra persona, pero encontró a Miguel Ángel. Y Miguel Ángel no solo hablaba inglés y conocía la montaña. Había pasado allí cientos de noches con su esposa y después, ella también había fallecido. Al perder a su mujer había buscado cobijo donde quizás mejor la recordaba, en las alturas, y cuando me contó la historia de Stacey, Miguel Ángel tenía ya cuatro años instalado en el refugio de Altzomoni, a 4 mil 30 metros sobre el mar. En el camino hacia su nueva vida se convirtió en el mexicano que vivía permanentemente a mayor altitud.
Fue él quien recomendó a los canadienses ubicar el buzón en el Segundo Portillo, un lugar donde todo el mundo para después de un pedregal que demanda gran esfuerzo. Lo instalaron el 20 de noviembre, feriado, un día en que el Iztaccíhuatl se llenaba de visitantes. Por la hora, poco antes del mediodía, el grueso de la gente estaba arriba porque los perezosos acababan de subir y los madrugadores aún no habían descendido. Instalar una caja a esa altura y pedirle que resista semejantes diferencias térmicas durante 18 años no es tarea fácil. Pero cualquiera que hoy pase verá que lo hicieron bien los canadienses. Mientras los muchachos estiraban las cadenas que amarraron con clavos, Levitt dispuso 20 libros en el suelo en forma de abanico. Tomó uno y comenzó a leer varios poemas, entre ellos el primero que Stacy escribió cuando tenía nueve años.
SOY UNA ROSA
En el poema “I Am a Rose” —“Soy una rosa”—, dice Miguel Ángel que ella se compara a sus nueve años con una rosa chica dispuesta a abrirse al mundo, regada de gotas de rocío, que cuando los caminantes ven al pasar voltean a mirar de nuevo. Antes de que Levitt terminara de leer aparecieron los primeros montañeros que descendían. Sin saber qué pasaba comprendieron que era importante y, en lugar de seguir bajando, se sentaron en la loma que forma como un anfiteatro de pequeñas piedras. Los siguientes imitaron a los primeros y el grupo fue creciendo en número y en expectación. Levitt no dejó de leer los poemas de su hija. Entonces, desde abajo, apareció una pareja de extranjeros que apenas venía ascendiendo, uno de unos 30 años y otro que podría tener el doble. Miguel Ángel recuerda que el más joven se llamaba Timothy. Muy perceptivo, Timothy levantó uno de los libros, leyó la solapa y pidió a Levitt permiso para tomar la palabra. “Soy pastor bautista —dijo— y estoy seguro de que su hija debió de ser alguien muy especial si fue capaz de mover a tanta gente”. Aquello no fue un malentendido ni dejó de serlo. Al lado de Miguel Ángel, un anciano mexicano, con aparente nerviosismo, llevaba un rato insistiéndole en que alguien tradujera. Cuando Miguel pudo atenderlo, él anciano dijo que dos años atrás había perdido una hija y que, aunque Levitt no lo creyera, vería luz al final del túnel. Levitt tomó un libro, se lo dedicó y se lo regaló. Los presentes terminaron con los 20 libros y ese día nadie pudo pasar de largo la cajita azul. Todos se volvieron a mirar a Stacey y cada uno dio un abrazo al desconocido Levitt. Antes de irse, el judío invitó a todos a dejar escrito en la cajita cualquier mensaje que quisieran. A Stacey o a la montaña, era igual.
LO MEJOR DE UNO
Miguel Ángel ha esperado a estar frente a la caja azul para contarme en detalle la historia. No sé por qué pero siempre creí que la caja era como un buzón cerrado en el que solamente se puede introducir algo, a no ser que se tenga la llave. Desde 2012 él ya no vive en Altzomoni, sino unos kilómetros más abajo, pero en la casa de sus padres, en el Distrito Federal, ha guardado ocho cuadernos y cientos de legajos y tiras de papel que, desde hace 17 años, se encarga de recoger de la cajita y de hacer llegar a Levitt.
Hoy trepo las rocas que hay al frente porque quiero abrir la caja. Quien desconfíe por completo de la raza humana se sorprenderá al saber que bajo un sencillo cierre que se abre con la mano no hay ninguna mala broma. Miguel Ángel dice que la montaña saca lo mejor de uno. Que incluso si eres un ca**ón, te vuelves cabroncito. Dentro hay dos cuadernos retorcidos, y están sobre una cama de hojas variopintas llenas de dedicatorias. Hay multitud de pequeños papeles, pero también gasas, medicinas y una pluma. Miguel Ángel me dice que se ha encontrado mensajes en inglés, hebreo, árabe o español.
Miguel Ángel me anima a que lea. Hojeando, encuentro un mensaje firmado por dos novios. Luego leo otro: “Cómo quieres volar si te dan miedo las alturas”. Y después otro: “Es un día común para la mayoría de las personas, pero este humilde servidor hoy cumplió un anhelo”. Al cabo de varias páginas aparece la misma letra de los novios. Tiene algo distinto. Ahora firman como esposos.
Hay también mensajes sosos, meras constancias de que uno estuvo en la montaña. Y hay también cosas que a veces no diríamos: dudas, desnudeces. “¿Y qué escribo? Estos paisajes te dejan sin palabras”. “Gracias, Dios, por dejarme estar más cerca de ti”. No es fácil cerrar ese cuaderno. “Hola, soy Braulio, tengo nueve años y he llegado hasta el Paso del Jabonero”. “Chiraw Mexicas Atopomoti Xmenkot!” “¡Viva, viva, viva, somos grandes: Grupo Montañista de la UNAM!”. “Hola, soy Braulio y he llegado hasta el albergue de Los Cien”. “Egun on Euskal Herritik! Mila esker anitz bihotzetik maite dugun Mexiko. Albert eta Maite”. Primero, las palabras de alguien que no tiene palabras. Luego Braulio, eufórico, nos comparte sus progresos. Un grupo de indígenas hace justicia a su diosa montaña, y aunque es terrible, no les entendamos.
Algunos mensajes vienen de lejos. Sus autores no saben quién es Levitt ni que perdió una hija, pero no importa. Para otros, ella no es Stacey ni tampoco es canadiense. En el sitio web Flickr, una fotógrafa que comparte una imagen de la cajita azul escribe en su pie de foto: “No tengo muy bien la información, pero una niña a la que le gustaba mucho subir al Izta murió. Y sus papás trajeron esta pequeña caja para poner cosas que escribía ella. ¿Será cierto?”. Es cierto. Otro mensaje, en inglés, agradece la idea del buzón e invoca al espíritu de la Montaña, con mayúscula.
Sin embargo, hubo quien sí recordó el nombre de Stacey, que se grabó de otras maneras. Miguel Ángel cuenta que en Amecameca, el pueblo a los pies del Iztaccíhuatl, recuerda haber visto anunciado en una barda que tocaban “Los Staceys”. Y tampoco lo han olvidado quienes se encomiendan a ella. Miguel lleva años leyendo los mensajes y sabe que, para algunos locales, fue como una santita a la que venían a pedir y a saludar. Los santos populares no hacen fila en el Vaticano, entre sus adeptos hay una devoción apócrifa. Esa fe que no necesita de las aprobaciones oficiales va muy bien con la montaña.
OTRA MUJER DORMIDA
Aquella vez, Levitt, guiado por Miguel Ángel, llegó a los 5 mil 219 metros de la cumbre para terminar su promesa. Regresó varias veces a México, una con reporteros de la CBC, la televisión estatal canadiense, para grabar un documental sobre su historia, y finalmente publicó toda su experiencia en un libro. Dijo a la prensa que editó dos veces el poemario de Stacey para contentar a quienes lo pidieron. Levitt no pretendió hacer un santuario sino algo que simplemente fuera bueno. Pero en lugar de una cruz, como a tantos otros perdidos ahí, puso una cajita azul en el Segundo Portillo de la ruta de Los Pies del Iztaccíhuatl. Hoy, la cajita sigue encadenada a una roca y luce lo que queda de una placa dedicada. Cualquiera puede abrirla para escribir o leer un pensamiento. Stacey, que en griego es Anastasia, quiere decir resurrección. Quien resucita, de alguna manera, era otramujer dormida.
Antes de irme, al otro día, el potente celular de Miguel Ángel recibe un mensaje de texto en los 4 mil 30 metros de Altzomoni. El aparato es tan viejo que su proveedor le ha escrito que en unos meses lo desactivarán porque van a jubilar su red. En estos tiempos lo obligan a uno a abandonar lo que sabe que funciona, se extirpa hasta el apego. En el mensaje, su padre escribe desde la ciudad: “Ha llamado Ned, no tiene tu correo y no me pude dar a entender, pero quiere que lo busques”. Miguel me lo lee sorprendido. “¡Hace un año que no sé de Ned! Sea como sea, Pablo, lo que hicimos ayer en el Segundo Portillo llegó hasta Canadá”.
*** ***
I Am a Rose
por Stacey Levitt
I am a rose.
I drink the purest of waters
I stand big and tall
In my brand new vase
And when people walk by
They stop and gaze
At my wonderful, yet delicate,
Petals of red.
Then they totter off swinging
Their heads.
And with a backwards glance,
They run down the aisle
In a skip of a prance!
ATORNILLADA EN LA PIEDRA COMO UN PEDAZO DE CIELO.