11/08/2024
LA MEMORIA.
La memoria es el almacén de nuestros conocimientos y experiencias.
Es la esencia de nuestra vida. Por ella comemos, dormimos, amamos,odiamos,
trabajamos, leemos, escribimos, cantamos y tantas cosas más.
He pensado que la peor muerte no es la que nos apaga para siempre, sino la del Alzheimer, una muerte en vida.
El otro extremo, es una memoria fotográfica, memoria de elefante, memoria del tipo Funes de Borges, que debe ser igual de terrible.
Porque siempre conviene olvidar.
Y enmedio de esos extremos, no sé que es más afortunado, si tener buena o mala memoria.
Recuerdo que en mi pueblo y siendo niño, la casa estaba separada por una pequeña calle de la casa de los maestros. Y sigue.
En las ceremonias de los lunes muchas veces le tocaba declamar a algún ranchero que por timidez o desmemoria nunca llegaba el día domingo previo al ensayo. Y los maestros enterados de mi cualidad proverbial, iban a casa y me entregaban el poema a declamar el dia siguiente para substituir al faltista.
Creo seguir siendo bueno para memorizar, excepto lo que tenga que ver con números (fechas históricas, teléfonos, cumpleaños, precios).
Supongo que este bloqueo con los números quedó desde aquellos días de la infancia por culpa del "singular método pedagógico" de un guerrerense que era mi maestro de tercero de primaria.
Recuerdo muy pocas cosas con números, pero no puedo olvidar que cada mañana a la terrorífica hora de aritmética, Darío Reza Salgado descargaba con saña un cinturón sobre nuestras frágiles espaldas infantiles. Cuantas secuelas de enrojecimiento, ardor y lágrimas; cuanto odio sordo y secreto; cuantos traumas dejaron en nosotros aquellos cintarazos.
Olvido con frecuencia los números, en cambio recuerdo por ejemplo los nombres completos con apellidos de todos mis compañeros de la secundaria. Y recuerdo también con nitidez cosas que debería olvidar, como el pantalón amarillo, la blusa blanca y las sandalias negras con que iba ataviada aquella tarde en que se despidió de mí la traviesa adolescente que fue mi primera novia y que me dejó porque estaba enamorada de otro.
A veces remojo un bolillo en una taza con chocolate de leche para volver con nitidez a aquellas mañanas de los desayunos escolares en el salón de la primaria.
Hace unos años trabajando por la sierra norte, cierta mañana oí a lo lejos del pueblo música de banda. Tocaban una viejísima canción. Yo, que tenía como cuarenta años de no escucharla, la segui nota a nota tarareándola. Esos sonidos habían salido muchas veces del saxofón o del clarinete de mi padre cuando niño. Poco después los escuché también con la orquesta de mi pueblo.
Nostálgico salí de la oficina y corrí hasta el lugar de la fiesta solo para preguntarle al maestro el nombre de esa canción.
- Se llama "Lucero de la Mañana"-me dijo.
Ahora puedo buscarla y escucharla siempre que recuerdo a mi papá.
Bendita memoria.
Imprescindible la memoria, pero muchas veces precisa también de la inteligencia.
Cuando niño, mi padre que en su polifacética vida fué músico de la banda del pueblo, intentó enseñarme el solfeo.
Y cada tarde me paraba frente al mostrador de la tienda, batuta en mano y con el tradicional método de Don Hilarión Eslava.
Yo sufría tratando de entender aquello de las cinco líneas y los cuatro espacios, de las notas blancas y negras, de las corcheas, del compás de cuatro tiempos y el de dos, o los sonidos de cada nota etc.
Empezamos luego con las lecciones. A mi padre le sorprendía que cada día yo me aprendiera una lección completa. Yo avanzaba rápido porque oía a mi padre tararearla las dos primeras veces y luego memorizaba la lección como si fuera una canción. Después yo la repetía mecánicamente pero sin saber que sonido correspondía a qué nota.
Al terminar las lecciones del método, mi padre quiso probar mis adelantos en teoría musical. Entonces escribió sobre una hoja pautada el pedazo de una canción famosa, para que yo la leyera en nota.
Mudo me quedé frente a la hoja de papel, adolorido me quedé frente a la hoja de papel después del jalón de orejas.
-Pendejo! dijo mi padre, no se trata de que te aprendas de memoria las lecciones, sino de que distingas y memorices los tonos de cada una las notas.
¡Malaya la memoria!.
Los sueños son algo que se olvida fácilmente. Yo tengo sin embargo una especie de mapa onírico de mi colonia. Y me basta pensar en cada una de sus calles y cerrar los ojos para recordar un sueño distinto con cada una.
Así, mis calles conservan por asociación, muchos de mis sueños.
Mi hijo es otro afortunado memorioso.Muchos logros académicos y laborales los debe a su memoria. Gracias a ella habla tres idiomas. Cuando fué niño, yo solía leerle a él y a mi hija cuentos infantiles.
Alguna noche me quedé sin historias. Entonces decidí declamarle un poema de José Martí titulado: Los zapaticos de Rosa, una bella y extensa historia en verso.
Mi hijo que tenía entonces 4 años, me pidió que le repitiera el poema. A la tercera vez que se lo repetí ya estaba dormido.
Pero al día siguiente lo oí repetir la mayoría de versos y lo fui ayudando a recordar los que olvidaba. En dos días ya declamaba el poema completo.
Mi pobre hijo superando su timidez quiso presumirle a su maestra de kinder que se sabía entero un poema. La insensible mujer se concretó a decirle.
Si, pero vete a tu lugar.
Tiempo después llegó de visita un buen amigo cubano, de oficio pintor. Enmedio de la tertulia con él, llamé a mi hijo de 5 años y le dije:
-A ver hijo, declama para mi amigo los versos que te sabes.
El niño repitió sin equivocarse uno a uno todos los versos y cuartetos de ese poema que es un clásico de la literatura cubana.
Al final, conmovido y lloroso mi amigo cubano me dijo mientras abrazaba a mi hijo.
-¡Que regalo el tuyo mi hermano!.
Mi padre fue en su vida hombre memorioso, rápido de inteligencia y un conversador incansable. Pero al final de sus días perdió la memoria y extravió con ella su pasión por la charla. Y era triste verlo en su silla, mudo frente a nosotros, él, que no podía estarse sin hablar, que despertaba a media noche y platicaba con quién tuviera a la mano, que nos acicateaba todos los días al sentarnos a la mesa para que conversáramos, ese hombre, ahora podía permanecer mudo todo el día, solamente mirando a los que estaban a su alrededor.
Aquel hombre que solazaba charlando doce horas con su primo y compadre David, ahora se molestaba cuando yo intentaba hacerlo hablar.
¡Infausta memoria!.
Texto y foto: Ciro Velásquez
Agosto del 2024.