27/07/2015
EL DÍA QUE NACIÓ GRAU
PARTE II.-
- ¿Cómo está Ud. Misia Luisa?, dijo el Dr. Newel (médico inglés avecindado en Piura desde hacía pocos años, por todos conocido y respetado). – No debe uted tener miedo. Todo saldrá bien, agregó con acento cordial y pronunciando trabajosamente el castellano, el rubicundo galeno británico.
- Y usted, doña Tadea, ¿Cómo está?, dijo luego el Dr. Newel, dirigiéndose a la mujer andina que hallábase al pie del lecho.
- Bien señor. Contestó ésta. Aquí me tiene “cuidando a mi señora”.
Con débil voz, murmuró doña Luisa Seminario y Del Castillo: Doctor ayúdeme y líbreme de éste suplicio.
- Ten paciencia y confianza en el doctor, hija, dijo don Juan Manuel Grau Berrío dirigiéndose cariñosamente a doña Luisa.
Ya has oído que no debes tener miedo que todo saldrá bien: Además acuérdate que ya tienes otros hijos y que Enrique anda por ahí brincando como un cabrillo, gritando como un verraco, lleno de salud.
Este nuevo retoño, porque tiene que ser varón, será como él otro, fuerte, robusto y nacerá bajo el signo de la patria precisamente hoy, 27 de Julio, víspera del Aniversario Nacional, será un gran personaje. No lo dudes y ya me encargaré yo de educarlo y de “hacerle hombre”.
Doña Luisa oía en silencio a Don Juan Manuel. Pálida, descompuesta, apenas sin una imperceptible sonrisa vagaba por sus labios, pero su mirada, posándose en su compañero, era acariciadora y dulce.
Bueno, y ahora a dejarnos solos a la enferma, a doña Tadea Orejuela (la comadrona) y a mí. En cuanto a usted, don Juan Manuel, hágame el favor de esperar en la cuadra. Ya le avisaremos cuando pueda volver a esta habitación, exclamó el doctor Newel.
Media hora después, don Juan Manuel Grau, que paseaba nervioso, con paso militar, por la extensa cuadra , amueblada con anchos sofás y panzudos sillones “restauración”, cuya silueta gallarda reflejabasé en los espejos dorados colocados sobre consolas de caoba, detuviese de repente turbado por un grito agudo y desgarrador que partía de la alcoba. Con la mirada posada sobre la puerta y en anhelante espera, a poco, pudo percibir, alborotado, al débil vagido de un niño.
Casi simultáneamente, la mampara se abrió. El dostor Newel apareció en el vano, con su imperturbable flema británica, y con amistoso ademán invitó a don Juan Manuel a pasar a la alcoba.
Sobre el revuelto lecho, yacía adormecida, intensamente pálida, con el hermoso cabello en desorden, doña Luisa; a su lado doña Tadea “La Morito”, experta comadrona, de pie sostenía en sus amorosos brazos al recién nacido. Hacia ella corrió don Juan Manuel y tímidamente, tocó el delicado cuerpecillo de su nuevo vástago.
Ven ustedes, yo tenía razón, es varón…
De la cocina partía un agradable olorcillo.
En grandes ollas de barro cocíase el sustancioso caldo de gallina, obligado sustento de todas las parturientas… En la cocina había un ajetreo inusitado: La negra Rita De Los Santos esclava como los demás miembros de la servidumbre de la casa, preparaba afanosamente la dieta de la señora. Junto con el suculento caldo de ave, un plato con la gallina desmenuzada, aderezada ricamente, con papas y legumbres frescas. Y los postres variadísimos, alfajores, esos deliciosos alfajores piuranos de varias tapas, llamados manas, y que bajo delgadas hojas de una pasta de harina y huevo, llevaban dulce de guayaba, mango, papaya, manjar blanco; las natillas espesas, los huevos chimbos y los requesones.
Apenas los vagidos del infante dejaronsé sentir en la casa, las sambitas Nicolasa, Andrea, Encarnación y Francisca iban y venían lavando platos y copas, llevando a la alcoba las ropas del niño, guardadas en los arcones de caoba, olorosos a fruta, que se ponían adrede para perfumarlas. Al lado de doña Luisa permanecía siempre doña Tadea “La Morito”, y a cargo del niño, Andrea Vilela, rolliza y esplendente mulatilla de 22 abriles con unos ojos negrísimos que “le brincaban” dentro de las órbitas y unos labios abultados, carnosos y provocativos…
Y por último como gallo entre ellas, el negro Juan Ramírez, esbelto y hercúleo, reluciente y atrevido, como nuevo “Matalache” se daba aire de niño mimado y no obedecía las órdenes de Dolores “La Lola”, negra cuarentona a quien todas las demás esclavas rendían acatamiento, como que era ama de llaves de la casa, sirviente de toda confianza, de doña Luisa.
Y así vino al mundo, una clara y fresca mañana de Julio de 1834, la víspera del aniversario patrio, en la ciudad de San Miguel de Piura, don Miguel María Grau y Seminario, quien años más tarde, habría de fatigar a la fama y protagonizar la más gloriosa epopeya que jamás se haya realizado sobre el océano Pacífico, menos verdes que los lauros que circundaron su frente ancha, abovedada y saliente, como una proa; sereno, seguro, valiente, gentil, como un nuevo Gallardo “sin miedo y sin reproche”, Caballero del Mar.