13/10/2024
El último suspiro de Ana
Ana era una niña que siempre había vivido en las sombras de la pobreza. Su casa, si se le podía llamar así, era una desvencijada cabaña de madera al borde de un río oscuro y fangoso. Las paredes estaban manchadas de moho, y las ventanas rotas apenas dejaban pasar un rayo de luz. Su madre, una mujer que solía ser hermosa, se había debilitado hasta convertirse en una sombra de sí misma, consumida por la enfermedad.
Ana, a pesar de su corta edad, había tomado la responsabilidad de cuidar a su madre. Cada día salía al bosque en busca de hierbas, esperando que alguna de ellas pudiera aliviar el dolor de su madre. Pero nada funcionaba. Su madre se debilitaba más con cada día que pasaba, su cuerpo era un cascarón vacío, y sus ojos, antes llenos de vida, se apagaban lentamente.
Una noche, mientras Ana intentaba darle de comer un poco de caldo, su madre soltó un último y suave suspiro, y quedó inmóvil. Ana no lo aceptó. Se sentó junto a su madre, esperando a que abriera los ojos de nuevo, como si todo fuera un mal sueño. Los días pasaron, y Ana seguía cuidando del cuerpo de su madre, hablándole, peinando su cabello, y arropándola cada noche.
El frío del invierno se colaba por las rendijas de la cabaña. Ana, con sus pies descalzos, comenzó a sentir el hambre y el frío apoderándose de su pequeño cuerpo. Sus manos temblaban, pero ella no podía abandonar a su madre. Pensaba que, si se quedaba lo suficientemente cerca, si la cuidaba lo suficiente, ella volvería.
Una noche, mientras Ana intentaba calentarse con una manta rota, el hambre la invadió de tal manera que sintió que se iba a desmayar. No había comido en días, y su visión se nublaba. Sin embargo, en su mente infantil, pensaba que si ella moría, al menos estaría con su madre.
Finalmente, el hambre, el frío y la tristeza fueron demasiado para su frágil cuerpo. Con un susurro apenas audible, Ana se acurrucó al lado del cuerpo inerte de su madre, envolviéndola con sus pequeños brazos. "Te prometo que no te dejaré sola, mamá", dijo en un susurro quebrado.
El río siguió su curso, imperturbable, mientras la cabaña se llenaba del silencio más profundo y triste. En ese rincón olvidado del mundo, la vida de Ana se apagó con la misma suavidad con la que había cuidado a su madre.
Cuando los aldeanos finalmente encontraron la cabaña, semanas después, vieron una escena desgarradora: Ana, todavía abrazada a su madre, las dos congeladas en un último abrazo eterno. Nadie sabía cuántas noches Ana había resistido el hambre y el frío, ni cuántos sueños rotos habían llenado esa cabaña desolada. Lo único que quedó fue el dolor de una niña que amaba tanto que prefirió morir antes que dejar sola a su madre.
Y en ese abrazo final, el amor y la tristeza quedaron inmortalizados, como un recordatorio de que, a veces, la crueldad del mundo es demasiada para un alma tan pura.
Créditos a su autor..