09/10/2021
DESARROLLO DE LA PROFESIÓN MEDICA EN EUROPA
Mientras las brujas ejercían en el seno del pueblo, las clases dominantes, por su parte, contaban con sus propios sanadores laicos: los médicos formados en las universidades.
En el siglo XIII, esto es, el siglo anterior al inicio de la caza de brujas, la medicina empezó a afianzarse en Europa como ciencia laica y también como profesión. Y la profesión médica ya había iniciado una activa campaña contra las mujeres sanadoras – excluyéndolas de las universidades, por ejemplo – mucho antes de empezar la caza de brujas.
Durante más de ochocientos años, desde el siglo V al XIII, la postura ultraterrena y antimédica de la Iglesia obstaculizo el desarrollo de la medicina como profesión respetable. Luego, en el siglo XIII, se produjo un renacimiento de la ciencia, impulsado por el contacto con el mundo árabe.
En las universidades se crearon las primeras escuelas de medicina y un número creciente de jóvenes de condición acomodada empezó a seguir estudios médicos. La Iglesia consiguió imponer un riguroso control sobre la nueva profesión y solo permitió su desarrollo dentro de los límites fijados por la doctrina católica.
Así, los médicos que habían recibido una formación universitaria no estaban autorizados a ejercer sin la asistencia y asesoramiento de un sacerdote y tampoco se les permitía tratar a un paciente que se negara a confesarse.
En el siglo XIV, los cuidados de los médicos ya eran muy solicitados entre las clases acomodados, a condición de que continuaran dejando bien patente que las atenciones que prodigaban al cuerpo no iban en detrimento del alma. De hecho, por las descripciones de la formación que recibían los médicos, parece más probable que sus cuidados fueran fatales precisamente por el cuerpo.
Los estudios de medicina de finales de la Edad Media no incluían nada que pudiera entrar en conflicto con la doctrina de la Iglesia y comprendían pocos conocimientos que actualmente podamos conceptuar de “científicos”.
Los estudiantes de medicina, al igual que los restantes jóvenes universitarios, dedicaban varios años al estudio de Platón, Aristóteles y la teología cristiana. Sus conocimientos médicos se limitaban por regla general a las obras de Galeno, antiguo medico romano que daba gran importancia a la teoría de la
“naturaleza” o “carácter” de los hombres, “por lo que los coléricos son iracundos, los sanguíneos amables, los melancólicos envidiosos”, y así sucesivamente.
Mientras estudiaban, los futuros médicos raras veces veían algún paciente y no recibían ningún tipo de enseñanzas experimentales. Además existía una rigurosa separación entre la medicina y la cirugía, esta ultima considerada en casi todas partes
como una tarea degradante e inferior; la disección de cadáveres era prácticamente desconocida.
Ante una persona enferma, el medico con formación universitaria tenia escasos recursos aparte de la superstición. La sangría era una práctica corriente, en particular como tratamiento para las heridas. Se aplicaban las sanguijuelas siguiendo consideraciones de tiempo, hora del día, ambiente y otras por el estilo.
Las teorías medicas se basaban mas en la “lógica” que en la observación: “Algunos alimentos producen buenos humores, otros malos humores. Por ejemplo, el berro, la mostaza y el ajo producen una bilis rojiza: las lentejas, la col y la carne de macho cabrio o de buey producen una bilis negra.”
Se creía en la eficacia de la formulas mágicas y de rituales casi religiosos. El medico del rey Eduardo II de Inglaterra, bachiller en teología y licenciado en medicina por la universidad de Oxford, recomendaba tratar el dolor de muelas escribiendo sobre la mandíbula del paciente las palabras “En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amen”, o bien tocar una oruga con una aguja que luego se acercaría al diente afectado.
Un tratamiento muy frecuente contra la lepra consistía en administrar un caldo preparado con la carne de una serpiente negra capturada en terreno árido y pedregoso.
Tal era la situación de la “ciencia medica” en la época en que se perseguía a las
brujas sanadoras por practicar la “magia”.
Las brujas llegaron a tener amplios conocimientos sobre los huesos y los músculos del cuerpo, sobre hierbas y dr**as, mientras los médicos continuaban basando sus diagnósticos en la astrología y los alquimistas seguían intentando transformar el plomo en oro.
Tan amplios eran los conocimientos de las brujas que, en 1527, Paracelso, considerado como el “padre de la medicina moderna”, quemo su manual de farmacología confesando que “todo lo que sabia lo había aprendido de las
Brujas”.
La eliminación de las sanadoras
La implantación de la medicina como profesión para cuyo ejercicio se exigía una formación universitaria facilito la exclusión legal de las mujeres de su práctica. Con escasas excepciones, el acceso a las universidades estaba vetado a las mujeres (incluso a las mujeres de clase alta que habrían podido pagarse los estudios) y se promulgaron leyes que prohibían el ejercicio de la medicina a las personas sin formación universitaria.
Y aunque era imposible imponer estas leyes, ya que solo existía un puñado de médicos frente a la gran masa de sanadoras no tituladas, siempre podía aplicarse selectivamente la sanción.
Los primeros blancos no fueron las sanadoras campesinas, sino las mujeres
instruidas que competían con los médicos doctorados por la atención a la misma clientela urbana.
Así tenemos, por ejemplo, el case de Jacoba Felicie, denunciada en 1322 por la Facultad de medicina de la universidad de Paris, bajo la acusación de ejercicio ilegal de la medicina.
Jacoba era una mujer instruida que había seguido unos “cursos especiales” de medicina sobre los cuales no tenemos mas detalles. Es evidente que todos sus pacientes eran de clase acomodada, como se desprende del hecho de que hubieran consultado a celebres médicos graduados antes de dirigirse a ella (según declaración en el juicio).
Las principales acusaciones formuladas contra Jacoba Felicie fueron que:
“Curaba a sus pacientes de dolencias internas y heridas o de abscesos externos. Visitaba asiduamente a los enfermos examinaba la o***a tal como hacen los médicos, les tomaba el pulso y palpaba todas las partes del cuerpo.”
Seis testigos afirmaron que Jacoba los había sanado cuando muchos médicos ya habían desistido, y un paciente declaro que la sanadora era mas experta en el arte de la cirugía y la medicina que cualquier otro medico o maestro cirujano de Paris. Pero estos testimonios fueron utilizados en contra suya, pues no se la acusaba de ser incompetente, sino de haber tenido la osadía de curar, siendo mujer.
Partiendo del mismo prejuicio, algunos médicos ingleses enviaron una petición al
Parlamento quejándose de las indignas y presuntuosas mujeres que usurpan la
“Profesión” a toda mujer que intentara “ejercer la practica de la física (medicina)”.
A finales del siglo XIV, la campana de los médicos profesionales contra las sanadoras urbanas instruidas había conseguido su propósito prácticamente en toda Europa. Los médicos varones habían conquistado un absoluto monopolio sobre la práctica de la medicina entre las clases superiores (a excepción la obstetricia que continuaría siendo competencia exclusiva de las parteras durante otros tres siglos, incluso entre estas clases sociales).
Había llegado el momento de dedicar toda la atención a la eliminación de la gran masa
de sanadoras, las “brujas”.
La alianza entre la Iglesia, el Estado y la profesión medica alcanzó su pleno apogeo con motivo de los proceso de brujería, en los que el medico desempañaba el papel de “experto”, encargado de prestar una apariencia científica a todo el procedimiento. Se pedía su asesoramiento para determinar si ciertas mujeres podían ser acusadas de practicar la brujería y si determinados males tenían su origen en prácticas mágicas.
El Malleus dice: “Y si alguien preguntara como es posible de terminar si una enfermedad ha sido causada por un hechizo o es consecuencia de un defecto físico natural, responderemos que ante todo, todo debe recurrirse al juicio de los médicos”.
Durante la caza de brujas, la Iglesia legitimo explícitamente el profesionalismo de los médicos, denunciando como herejía los tratamientos efectuados por no profesionales: “Una mujer que tiene la osadía de curar sin haber estudiado es una bruja y debe morir. (Naturalmente, las mujeres no tenían ninguna posibilidad de estudiar.)
Por ultimo, la fobia contra las brujas proporciono a los médicos una cómoda excusa para sus cotidianos fracasos: todo lo que no podían curar era, lógicamente, producto de un hechizo.
La distinción entre superstición “mujeril” y la medicina “varonil” quedo consagrada, por tanto, a través de los mismos papeles que representaron médicos y brujas en los procesos de la Inquisición. El proceso situaba repentinamente al médico varón en un plano moral e intelectual muy superior al de la mujer sanadora, sobre la cual se le llamaba a emitir juicio. Le situaba al lado de Dios y de la Ley, equiparándoles profesionalmente a los abogados y teólogos, mientras adscribía a la mujer al mundo de las tinieblas, del mal y de la magia.
El médico no obtuvo esta nueva posición social en virtud de sus propios logros médicos o científicos, sino por gracias de la Iglesia y del Estado, cuyos intereses tan bien supo servir.
Consecuencias
La caza de brujas no eliminó a las sanadoras de extracción popular, pero las marcó para siempre con el estigma de la superchería y una posible perversidad.
Llegaron a estar tan desacreditadas entre las nacientes clases médicas que, en los siglos XVII y XVIII, los médicos pudieron empezar a invadir el último bastión de las sanadoras: la obstetricia. (El fórceps estaba clasificado legalmente como instrumento quirúrgico y las mujeres tenían prohibida jurídicamente la práctica de la cirugía.)
Una vez en manos de los barberos-cirujanos, la practica de la obstetricia entre vecinas para convertirse en una actividad lucrativa, de la que finalmente se apropiaron los médicos propiamente dichos en el siglo XVIII.
En Inglaterra, las parteras se organizaron y acusaron a los varones intrusos de especulación y de abuso peligroso del fórceps. Pero ya era demasiado tarde y las protestas de las mujeres fueron acalladas fácilmente acusándolas de ser ignorantes “curanderas” aferradas a las supersticiones del pasado.
LAS MUJERES Y EL NACIMIENTO DE LA PROFESIÓN MÉDICA EN
LOS ESTADOS UNIDOS
En los Estados Unidos, el dominio masculino en el campo de la sanidad se inició mas tarde que en Inglaterra o en Francia, pero acabó teniendo mucho mayor alcance. En la actualidad, probablemente no existe ningún otro país industrializado con un porcentaje tan bajo de mujeres médicas como el que tenemos en los Estados Unidos.
En efecto, Inglaterra cuanta con un 24% de médicas y Rusia con un 75%, mientras que en los Estado Unidos sólo representan el 7% del cuerpo médico.
Y mientras que el trabajo de las parteras sigue siendo una próspera actividad en manos de las mujeres en Escandinavia, Holanda, Inglaterra, etc., se halla prácticamente prohibido en los Estado Unidos desde principios del siglo XX.
Al comenzar el presente siglo, la práctica de la medicina en muchos de nuestros paises estaba totalmente vedada a las mujeres, a excepción de una escasísima minoría de mujeres decididas a todo y de clase adinerada. El único trabajo al que se les dejo libre acceso fue el de enfermeras, el cual desde luego no podía sustituir en modo alguno el papel autónomo que desempeñaban cuando eran parteras y sanadoras.
Luego, lo que debemos preguntarnos no es tanto cómo se produjo la exclusión de las mujeres de la medicina y estas quedaron reducidas al papel de enfermeras, sino cómo llegaron a crearse precisamente esas categorías.
Dicho de otro modo, ¿Por qué circunstancias una categoría concreta de sanadores, que casualmente eran varones, blancos y de clase media, lograron eliminar toda la competencia de las sanadoras populares, parteras y otras “médicos”, que dominaban el panorama de la medicina norteamericana a principios del siglo XX??
Evidentemente, la respuesta habitual de los historiadores oficiales de la medicina es que siempre existió una verdadera profesión médica en los Estados Unidos: una reducida cuadrilla de hombres que derivaban su autoridad científica y moral directamente de Hipócrates, Galeno y los grandes maestros de la medicina europea.
En la América de los colonizadores, estos médicos no solo tuvieron que enfrentarse con los habituales problemas de la enfermedad y la muerte, sino que también tuvieron que combatir los “abusos” de una multitud de sanadores no profesionales, entre los que generalmente se cita a mujeres, ex esclavos, indios y alcohólicos vendedores de productos medicinales.
Afortunadamente para la profesión medica, hacia finales del siglo XIX el pueblo norteamericano adquirió de pronto un sano respeto por los conocimientos de los médicos y perdió su anterior confianza en los charlatanes, concediendo a la
“autentica” profesión médica un duradero monopolio de las artes curativas.
Pero la verdadera explicación no está en este dramático enfrentamiento prefabricado de la ciencia contra la ignorancia y la superstición. La versión real de los hechos forma parte de la larga historia de las luchas de clases y s**os por el poder en todos los ámbitos de la vida durante el siglo XIX.
Mientras las mujeres tuvieron un lugar en la medicina, su actividad se desarrolló en el marco de la medicina popular, y cuando ésta quedó eliminada, las mujeres ya no tuvieron cabida, excepto en el papel subordinado de enfermeras.
El grupo de sanadores que pasaron a constituir la clase médica profesional no se diferenciaba tanto de los demás por sus vínculos con la moderna ciencia, sino sobre todo por su asociación con la naciente clase empresarial norteamericana.
Con el debido respeto a Pasteur, Koch y otros grandes investigadores médicos europeos del siglo XIX, la victoria final de la profesión médica estadounidense se logró gracias a la intervención de los Carnegie y los Rockefeller.
La realidad social de los Estados Unidos durante el siglo XIX difícilmente podría haber
sido menos favorable para el desarrollo de la profesión. Muy pocos médicos titulados
emigraron a América desde Europa y había muy pocas escuelas de medicina, así como escasos centros de enseñanza superior en general.
La opinión publica, todavía recientes los recueros de la guerra de la independencia,
era enemiga de todo tipo de profesionalismos y elitismos “extranjeros”.
Mientras en Europa occidental los médicos con titulo universitario contaban ya con varios siglos de monopolio sobre el derecho a curar, en los Estados Unidos la práctica médica estaba abierta tradicionalmente a toda aquella o aquel que demostrara capacidades para curar a los enfermos, sin discriminaciones de estudios formales, raza o s**o.
Ann Hutchinson, dirigente religiosa disidente del siglo XVIII, practicaba la “física
(medicina) general”, al igual que otros muchos ministros del culto y sus esposas. El historiador de la medicina Joseph Kett cuenta que: “uno de los médicos más respetados a finales del siglo XVIII en Windsor, Connecticut, por ejemplo, era un ex esclavo negro al que llamaban Doctor Primus.
En Nueva Jersey, la práctica médica con escasas excepciones, siguió esencialmente en manos de las mujeres hasta 1818. Era frecuente que las mujeres tuvieran una consulta conjunta con sus maridos, en la que él actuaba como cirujano y ella hacia de partera y ginecóloga, compartiendo todas las demás tareas.
También se daba el caso de que la mujer empezara a ejercer después de haber adquirido una cierta práctica asistiendo a miembros de su familia o tras un aprendizaje con algún pariente o un sanador ya consagrado.
Por ejemplo, Harriet Hunt, una de las primeras mujeres licenciadas en medicina de los Estado Unidos, empezó a interesarse por la medicina con motivo de la enfermedad de su hermana, trabajo una temporada con un equipo “medico”, integrado por un matrimonio y luego colgó simplemente un cartel con su nombre en la puerta de su casa. (Sólo más tarde seguiría estudios regulares.)